Kiva estaba sentada en una roca cerca del muelle, su figura recortada contra el resplandor púrpura del muro de Tabiada. El muro, de acero reforzado con titanio y cristal de cuarzo, se alzaba 15 metros sobre el suelo y se hundía 20 metros bajo el agua, su longitud de 12 kilómetros rodeando la isla como un escudo impenetrable contra los Umbríos. Las luces ultravioletas zumbaban, proyectando haces mortales, mientras las olas golpeaban la base, un rugido constante que no calmaba su mente.
Miraba el cielo, un manto negro sin estrellas, la Gran Oscuridad un peso tan real como la amenaza de Varna. Habían pasado dos días desde su conversación con Rorik, y aunque él trabajaba en silencio, hablando con isleños leales como Selina para contrarrestar a Varna, no había avances concretos. Kiva, con su chaqueta reforzada y arpón apoyado a su lado, sentía el tiempo agotarse. El submarino estaría listo en días, y con él, la partida del grupo —sin ella, si Varna cumplía su amenaza. Su amor por Cale, confesado a Rorik, era un faro, pero también una cadena, atándola a una decisión imposible: quedarse y arriesgar la traición de Varna, o partir y condenar a sus amigos.
Su rostro, marcado por la cicatriz en la ceja, estaba tenso, sus ojos grises opacos, lejos de su brillo habitual. No había hablado mucho con Cale desde la reunión con Varna, esquivándolo con excusas de patrullas o trabajo en el muelle. Él, ocupado con los últimos ajustes del submarino, notaba su distancia, pero respetaba su espacio, ajeno a la tormenta en su corazón. Kiva temía que, si le contaba, Cale actuaría impulsivamente, enfrentando a Varna y desatando la masacre que ella quería evitar.
El crujido de pasos sobre la roca interrumpió sus pensamientos. Kiva giró, esperando ver a Rorik o Selina, pero era Nara, su capa oscura ondeando en la brisa salada. Su cabello castaño estaba trenzado, y su tatuaje de cenizas brillaba débilmente bajo la luz ultravioleta, sus ojos castaños llenos de preocupación. Nara, tras dejar a Seli y Tor con sus amigos isleños, había notado el cambio en Kiva, su silencio en la casa de piedra, su ausencia en las comidas compartidas con Cale, Milo, y Taran.
—Kiva —dijo Nara, deteniéndose a pocos pasos, su voz suave pero directa—. ¿Puedo sentarme?
Kiva, tensándose, asintió, aunque su postura era rígida. —Claro, oculta —respondió, usando el apodo con un tono neutro, su mirada volviendo al cielo—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar con Taran o los niños?
Nara, sentándose en una roca cercana, ignoró el leve filo en su voz. —Taran está ayudando con las provisiones, y Seli y Tor están con sus amigos —dijo, su tono cálido—. Pero no vine por ellos. Vine por ti. Llevas dos días… distinta. Preocupada. Apenas hablas con Cale, y te veo aquí, sola, mirando el cielo como si cargaras el mundo. ¿Qué te pasa, Kiva? Puedes confiar en mí.
Kiva, sintiendo un nudo en el pecho, apretó las manos sobre sus rodillas. La sinceridad de Nara era genuina, y su preocupación tocó una fibra en ella, pero la desconfianza la frenó. Aunque Nara y Cale habían sanado su tensión, compartiendo un abrazo meses atrás como despedida de sus sentimientos, Kiva sabía que eran cercanos, compañeros forjados en la adversidad. Si le contaba la amenaza de Varna, o su amor por Cale, temía que Nara, por lealtad o impulso, se lo dijera a él. Y Cale, con su valentía a veces imprudente, podría buscar a Varna, poniendo a todos en peligro.
—No es nada, Nara —dijo Kiva, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos grises—. Solo estoy cansada. El submarino, las patrullas, los Umbríos… es mucho. Necesito un momento para pensar, nada más.
Nara, frunciendo el ceño, no se dejó convencer. Conocía a Kiva lo suficiente tras tres meses en Tabiada para notar su fachada. —No te creo, Kiva —dijo, su voz firme pero amable—. No eres de las que se rinden al cansancio. Algo te preocupa, y no es solo el trabajo. ¿Es Cale? ¿Pasó algo entre vosotros? Sé que sois cercanos, y si necesitas hablar…
Kiva, sintiendo un destello de pánico, negó con la cabeza, su tono más cortante de lo que pretendía. —No es Cale —mintió, su voz baja—. Estamos bien. Es solo… cosas de la isla. Varna, el consejo, las decisiones sobre el submarino. No es nada que no pueda manejar. No te preocupes, oculta.
Nara, dolida por la distancia en su tono, se inclinó hacia adelante, buscando sus ojos. —Kiva, somos un equipo —dijo—. Sé que no soy de Tabiada, pero me importas. Y Cale también. Si hay algo que pueda hacer, dímelo. No tienes que llevarlo sola.
Kiva, mirando al cielo, sintió una punzada de culpa. La oferta de Nara era sincera, pero el riesgo era demasiado grande. Si Nara hablaba con Cale, todo lo que había planeado con Rorik —presionar al consejo, proteger la esfera, asegurar la partida— podía desmoronarse. Y su amor por Cale, aún fresco tras la noche en su cabaña, era un secreto que no estaba lista para compartir, no cuando Varna lo usaba como arma.
—Te lo agradezco, Nara —dijo Kiva, suavizando su voz, aunque seguía esquiva—. Pero de verdad, estoy bien. Solo necesito un poco de espacio. Vuelve con los demás, diles que estaré en el muelle más tarde.
Nara, dudando, se levantó, su expresión reflejando frustración y preocupación. —Está bien, Kiva —dijo, su voz baja—. Pero si cambias de idea, aquí estoy. No lo olvides.
Kiva, asintiendo, la vio alejarse, su figura desvaneciéndose en el resplandor púrpura. Cuando estuvo sola, exhaló, el peso de su silencio más pesado que nunca. La amenaza de Varna, su amor por Cale, y la desconfianza hacia el consejo la aislaban, incluso de aliados como Nara. Rorik era su única esperanza, pero los días se agotaban, y el submarino, casi listo, traería el momento de la verdad.
En la casa de piedra, Cale trabajaba con Milo, revisando mapas para la ruta al Aurora, ajeno a la carga de Kiva. Taran y Nara, tras su regreso, preparaban a Seli y Tor para su vida en la isla, mientras Selina, informada por Rorik, vigilaba los movimientos del consejo. El muro, con su acero y luces, protegía Tabiada, pero no podía detener las sombras internas. Kiva, mirando el cielo sin estrellas, sabía que debía actuar pronto, su amor por Cale y su lealtad al grupo en una cuerda floja, mientras la Gran Oscuridad aguardaba, tan implacable como las intenciones de Varna.