El submarino avanzaba con un zumbido grave, su casco reforzado de titanio y acero gimiendo bajo la presión aplastante del océano, un abismo envuelto en la Gran Oscuridad, una noche eterna que dominaba el mundo con cuatro meses hasta el amanecer. Las luces ultravioletas externas, montadas en el perímetro de la nave, proyectaban un resplandor púrpura que cortaba la negrura, un escudo frágil contra las sombras que acechaban en las profundidades. En la sala de mando, un espacio angosto iluminado por el brillo tenue de pantallas táctiles y paneles de control, Kiva permanecía junto a Cale, sus manos entrelazadas, un punto de calor humano en la frialdad mecánica del entorno. La cicatriz en su ceja izquierda, un trazo plateado ganado en cacerías contra los Umbríos, captaba la luz azulada de los monitores, mientras sus ojos grises, afilados y alerta, escudriñaban las imágenes granuladas del océano. Cale, con un moretón oscureciéndose en su mejilla derecha, un recuerdo de la batalla en Tabiada, le devolvía una mirada cargada de amor, sus ojos verdes un refugio tras el caos que habían dejado atrás. Su cabello desordenado, aún con rastros de cenizas de la isla, rozaba su frente, y su mano apretaba la de Kiva con una firmeza que hablaba de promesas silenciosas.
Nara y Taran, cerca de las escotillas de emergencia, revisaban los sellos de presión, sus movimientos sincronizados, un reflejo de un vínculo forjado en años de lucha y amor compartido. Nara, con su tatuaje de cenizas brillando débilmente en el antebrazo, ajustaba un perno con una llave, su cabello castaño trenzado cayendo sobre su hombro. Taran, más alto y de hombros anchos, cargaba un arpón de repuesto, sus ojos oscuros recorriendo la sala con una calma tensa. Milo, sentado en una consola auxiliar, revisaba un mapa náutico digital, sus manos moviéndose con precisión mientras trazaba rutas alternativas. Tras meses de duelo por las pérdidas en la Luz de Ceniza, su rostro mostraba una serenidad nueva, una chispa de propósito reavivada por la misión. Selina, con sus trenzas negras balanceándose, trabajaba en los sensores, sus dedos rápidos ajustando diales para filtrar las interferencias de las corrientes submarinas. Rorik, al timón, guiaba la nave con la experiencia de un capitán que había desafiado tormentas y Umbríos por décadas, su barba gris iluminada por el resplandor de los controles, sus manos nudosas firmes en la palanca de navegación.
La esfera, asegurada en un compartimento sellado en la bodega, emitía un resplandor tenue que los sensores internos captaban, una energía que parecía pulsar con vida propia. Era la clave para derrotar a los Umbríos en el Aurora, un arma antigua capaz de amplificar las luces ultravioletas hasta aniquilar a las criaturas en masa, pero también un faro que las atraía, como si su luz resonara con las sombras. El viaje al Aurora, estimado en siete días, requería navegar por rutas profundas para evitar los Umbríos marítimos, criaturas más resistentes y astutas que sus contrapartes terrestres. Pero la esfera, con su energía incontrolable, los hacía vulnerables, un riesgo que pesaba en cada decisión.
Un pitido agudo atravesó el silencio, un sonido que tensó los hombros de todos como un latigazo. Selina, inclinada sobre los sensores, frunció el ceño, sus trenzas cayendo sobre la consola mientras sus dedos volaban por los controles. —Movimiento a 400 metros, sector dorsal —dijo, su voz baja pero cortante como un cuchillo—. Son rápidos. Umbríos marítimos, al menos quince.
Rorik, con un gruñido grave, ajustó el rumbo, sus ojos entrecerrados en el panel de navegación. —Luces ultravioletas al máximo —ordenó, su voz resonando en la sala—. Kiva, prepara los cañones de arpones. Cale, revisa los de babor.
Kiva se levantó de un salto, su chaqueta reforzada crujiendo, y corrió a la consola de armas, sus dedos moviéndose con la precisión de años cazando Umbríos en Tabiada. Los cañones, montados en el casco, estaban cargados con arpones de acero con puntas ultravioletas, diseñados para perforar y disolver a las criaturas. Cale, siguiéndola, revisó los cañones de babor, su rifle fosforescente apoyado contra la pared, su rostro tenso pero concentrado. Las pantallas mostraban el océano, un vacío negro roto por formas serpentinas que se deslizaban al borde del resplandor púrpura. Los Umbríos marítimos, con cuerpos escamosos de hasta diez metros, se movían con una gracia letal, sus garras retráctiles y ojos bioluminiscentes brillando como faros en la penumbra. Orbitaban la nave a una distancia cautelosa, sus movimientos sincronizados, como un banco de depredadores estudiando a su presa.
Nara, dejando la llave en una caja de herramientas, se acercó a las pantallas, señalando una sombra más grande, apenas discernible a 700 metros. —Ese no es como los demás —dijo, su tatuaje de cenizas captando la luz, su voz cargada de inquietud—. Es más lento, más grande. Mide al menos veinte metros. ¿Un líder?
Taran, cargando el arpón en su hombro, asintió, su rostro endurecido por recuerdos de la Luz de Ceniza. —Los terrestres tenían uno así —dijo, su voz baja—. Coordinaba los ataques, como si pensara por ellos. Si este es igual, no atacarán hasta que esté listo.
Kiva, mirando a Cale, sintió un nudo en el pecho, su amor por él chocando con el miedo que crecía en su interior como una marea fría. La batalla en Tabiada, donde habían derrotado a Varna y escapado con la esfera, aún resonaba en sus huesos, y ahora, en el océano, la amenaza era más insidiosa. —No disparéis a menos que se acerquen a 100 metros —dijo, repitiendo la orden de Rorik—. Si los provocamos, podrían atraer a más.
Rorik, ajustando los estabilizadores, gruñó en acuerdo. —Conserven energía —dijo—. Las luces y los cañones consumen demasiado. Milo, revisa los niveles de combustible.
Milo, inclinándose sobre su consola, tecleó rápidamente, los números rojos parpadeando en la pantalla. —Estamos al 85% de capacidad —dijo, su voz calmada pero con un trasfondo de preocupación—. Las luces al máximo nos dan cuatro días, quizás tres y medio si seguimos disparando. Podemos reducir la intensidad, pero los Umbríos se acercarán.