Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Final del Faro

El Faro del Acantilado surcaba el océano negro, su casco de titanio cortando las olas con un rugido grave bajo un cielo sin estrellas, envuelto en la Gran Oscuridad. El buque militar, un coloso de 250 metros, era un titán de acero y luz, armado con cañones de plasma que escupían fuego púrpura y reflectores ultravioletas que proyectaban haces mortales contra los Umbríos marítimos acechando en las profundidades. La cubierta superior, bañada en un resplandor púrpura, vibraba con el zumbido constante de los generadores geotérmicos, un himno de resistencia en el sexto mes de la Gran Oscuridad. Soldados de la Coalición del Acantilado patrullaban con pasos precisos, sus armaduras de polímero reflejando la luz, rifles de plasma colgados al hombro, listos para responder al menor rugido en el agua. El grupo, rescatado tras su odisea, navegaba hacia la Cresta del Norte, a dos días de distancia, con la esfera en la bodega, un artefacto cuya luz púrpura prometía salvar la Aurora, aunque su resplandor atraía a las criaturas como un faro maldito.

Cale y Nara habían pasado los últimos días juntos, inmersos en un torbellino de trabajo y planificación. En la cubierta inferior, un laberinto de cajas de provisiones, herramientas náuticas y piezas de plasma, se les veía inclinados sobre consolas táctiles, trazando rutas hacia la Aurora, sitiada por Umbríos marítimos. En la sala de mando, bajo la luz fría de las pantallas, discutían tácticas para usar la esfera contra las criaturas, sus voces mezclándose con el zumbido de los generadores. Cale, con su camisa gastada manchada de sal y aceite, llevaba el rifle fosforescente colgado al hombro, su rostro marcado por un moretón desvaneciéndose en la mejilla derecha, los ojos verdes encendidos por la urgencia de salvar a Lira, su madre e ingeniera jefe, cuya mente podía transformar la esfera en un arma capaz de aniquilar a los Umbríos en todo el mundo. Nara, con su cabello castaño trenzado cayendo sobre su chaqueta reforzada, aportaba ideas prácticas, su tatuaje de cenizas pulsando bajo la luz púrpura, su esperanza un bálsamo para Cale. Su vínculo, forjado cuando Cale la rescató en la Aurora, era una constante, una danza de risas y gestos amistosos que resonaba en los pasillos del buque, ajena a las miradas que los seguían.

Kiva, entrando en la cubierta inferior para calibrar un sensor de movimiento, los encontró inclinados sobre una consola, sus manos rozándose al señalar un mapa digital. La escena, inocente pero íntima, desató una punzada de celos que le quemó el pecho, un eco de la amenaza de Varna en Tabiada, cuando la líder la obligó a elegir entre su amor por Cale y la seguridad del grupo. Su cicatriz en la ceja izquierda, un recordatorio de una cacería fallida, se marcó en su rostro tenso, sus ojos grises endureciéndose como el acero del buque. Aunque confiaba en Cale, la cercanía con Nara, su historia compartida en la Aurora, la llenó de inseguridad, un miedo visceral a perderlo en un mundo donde todo se desmoronaba. El zumbido de los generadores parecía amplificar su pulso, un martillo en sus sienes. Giró y salió, su chaqueta reforzada crujiendo, sus botas resonando en el metal, su mal humor creciendo como una tormenta que amenazaba con arrasarlo todo.

Taran, patrullando la cubierta superior con un arpón de repuesto colgado al hombro, también los vio desde una pasarela, sus ojos oscuros estrechándose al notar la mano de Nara en el hombro de Cale, un gesto breve pero cargado de familiaridad. Su amor por Nara, forjado en la Luz de Ceniza, era sólido como el titanio, pero la complicidad entre ella y Cale desató un nudo de celos que apretó su pecho. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del arpón, el metal frío bajo su palma, pero mantuvo su rostro neutral, un muro que ocultaba la tormenta interna. Pasó junto a ellos sin hablar, sus pasos deliberados, su postura rígida, dirigiéndose a una escotilla con la mirada fija en el horizonte negro.

Kiva, ahora en la bodega, revisaba la esfera junto a Selina, sus movimientos bruscos, casi violentos, mientras ajustaba un sello en la caja reforzada que contenía el artefacto. La luz púrpura de la esfera se filtraba por las rendijas, iluminando su rostro con un brillo espectral que acentuaba la tensión en su mandíbula. Selina, con sus trenzas negras balanceándose mientras revisaba un panel de sensores, notó su estado, sus ojos entrecerrándose con preocupación.

—¿Qué te pasa, marinera? —preguntó, su voz alerta pero con un toque de humor—. Parece que quieres apuñalar la esfera y colgarla como trofeo.

—Es Cale —espetó Kiva, cortante, dejando la herramienta con un golpe seco que resonó en la bodega—. Todo el día con Nara, riendo, planeando, como si yo no existiera. Me enferma, Selina.

Selina, suspirando, cruzó los brazos, apoyándose contra una caja de provisiones.

—Son amigos, Kiva —dijo, su voz firme pero cálida—. Cale te ama. Lo vi en Tabiada, en la fiesta, en tu cabaña. Esto es la Gran Oscuridad jugando con tu cabeza. Habla con él, marinera, antes de que te consuma.

Kiva, negando con la cabeza, giró hacia la esfera, sus manos temblando ligeramente.

—No hay nada que hablar —respondió, seca, su voz como un filo—. Que haga lo que quiera. No soy su guardiana, ni su sombra.

Selina, frunciendo el ceño, dio un paso hacia ella.

—Kiva, no seas terca —insistió, su tono más directo—. Esto no es solo celos. Es miedo, y lo entiendo. Pero guardártelo es como cargar un arpón sin disparar. Dile lo que sientes, o se convertirá en veneno.

Kiva, con los labios apretados, negó de nuevo, su rostro endureciéndose.

—No, Selina —dijo, su voz baja pero decidida—. No le daré la satisfacción de verme débil. Lo manejaré sola.

Selina, exasperada, alzó las manos en rendición.

—Como quieras, marinera —dijo, volviendo al panel—. Pero no digas que no te avisé.

Kiva, sin responder, salió de la bodega, el resplandor púrpura de la esfera quedando atrás, su corazón un campo de batalla donde el amor y la inseguridad libraban una guerra silenciosa.




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