La oscuridad de las prisiones de la Ciudad Silenciosa era más profunda que cualquier oscuridad que Yeonjun hubiese conocido jamás. No podía ver la forma de su propia mano frente a los ojos; no podía ver el suelo o el techo de su celda. Lo que sabía de la celda, lo sabía por una primera ojeada fugaz que había dado a la luz de la antorcha, al ser conducido allí abajo por un grupo de Hermanos Silenciosos, que le habían abierto la puerta de barrotes de la celda y le habían hecho entrar como si fuera un vulgar delincuente.
Aunque claro, eso era probablemente lo que pensaban que era.
Sabía que la celda tenía un suelo de losas de piedra, que tres de las paredes estaban talladas en la roca y que la cuarta estaba hecha a base de barrotes espaciados de electro, cada extremo profundamente hundido en la piedra. Sabía que había una puerta en aquellos barrotes. También sabía que una larga barra de metal discurría a lo largo de la pared este, porque los Hermanos Silenciosos habían cerrado una de las manillas de un par de esposas de plata a la barra y la otra a su muñeca. Podía dar de arriba abajo unos pocos pasos en la celda, tintineando como el fantasma de Marley en Un cuento de Navidad, pero eso era todo lo lejos que podía llegar. Ya se había despellejado la muñeca derecha tirando imprudentemente de la esposa.
Inició otro lento paseo a lo largo de la celda, arrastrando los dedos por la pared al andar. Resultaba desalentador no saber qué hora era. En Idris, su padre le había enseñado a saberlo por el ángulo del sol, la longitud de las sombras por la tarde, la posición de las estrellas en el cielo nocturno. Pero aquí no había estrellas. De hecho, había empezado a preguntarse si volvería a ver el cielo alguna vez.
Se detuvo. Vaya, ¿por qué se había preguntado eso? Desde luego que volvería a ver el cielo. La Clave no iba a matarle. La pena de muerte estaba reservada a los asesinos. Pero el aleteo del miedo permaneció con él, justo bajo la caja torácica, extraño como una inesperada punzada de dolor. Yeonjun no era precisamente propenso a ataques de pánico fortuitos; Kai habría dicho que no le habría ido mal sentir un poco más de cobardía constructiva. El miedo no era algo que le hubiese afectado mucho nunca.
Pensó en Kibum diciendo: "Tú nunca has tenido miedo a la oscuridad".
Era cierto. La ansiedad que sentía en esos momentos no era natural, no era en absoluto propia de él. Tenía que haber algo más que simple oscuridad. Volvió a tomar una leve bocanada de aire. Sólo tenía que pasar la noche. Una noche. Eso era todo. Dio otro paso al frente con las esposas tintineando sombríamente.
Un sonido cortó el aire, deteniéndole en seco. Era un aullido agudo y ululante, un sonido de puro y ciego terror. Pareció seguir y seguir como una única nota arrancada a un violín, volviéndose más sonoro, fino y afilado hasta que se interrumpió bruscamente.
Yeonjun lanzó una palabrota. Le zumbaban los oídos y notaba el sabor del terror en la boca como un metal amargo. ¿Quién habría pensado que el miedo tenía sabor? Apoyó la espalda contra la pared de la celda, esforzándose por tranquilizarse.
El sonido regresó, más fuerte esta vez, y luego hubo otro grito, y otro. Algo cayó estrepitosamente en lo alto, y Yeonjun se agachó involuntariamente antes de recordar que estaba a varios niveles bajo tierra. Oyó otro estrépito, y una imagen se le formó en la mente: puertas de mausoleos haciéndose añicos al abrirse; los cadáveres de cazadores de sombras muertos hacía siglos saliendo tambaleantes al exterior, simples esqueletos sujetos por tendones resecos, que avanzaban penosamente por los suelos blancos de la Ciudad Silenciosa con dedos de huesos descarnados...
"¡Basta!" Jadeando por el esfuerzo, Yeonjun obligó a la visión a desaparecer. Los muertos no regresaban. Y además, eran los cadáveres de nefilim como él, de sus hermanos y hermanas asesinados. No tenía nada que temer de ellos. Entonces, ¿por qué estaba tan asustado? Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Aquel pánico era impropio de él. Lo dominaría. Lo aplastaría. Inspiró una profunda bocanada de aire, llenándose los pulmones, justo cuando sonó otro alarido, muy potente. El aire le salió con un chirrido el pecho cuando algo se estrelló contra el suelo con un fuerte estrépito, muy cerca de él, y vio una repentina fluorescencia luminosa, una ardiente flor de fuego que le acuchillaba los ojos.
El hermano Hyungsik apareció tambaleante ante él, con la mano derecha aferrada a una antorcha que todavía ardía, y la capucha cobre pergamino, caída hacia atrás, mostraba un rostro convulsionado en una grotesca mueca de terror. La boca, que había estado cosida, estaba abierta de par en par en un grito mudo, y los ensangrentados hilos de los desgarrados puntos le colgaban de los labios hechos jirones. Sangre, negra a la luz de la antorcha, le salpicaba la túnica color claro. Dio unos pocos pasos bamboleantes hacia el frente, con las manos extendidas... y luego, mientras Yeonjun le observaba con total incredulidad, Hyungsik se desplomó de bruces sobre el suelo. Cuando el cuerpo del archivero golpeó el suelo, Yeonjun oyó el sonido de huesos al quebrarse y la antorcha chisporroteó, rodando fuera de la mano de Hyungsik hacia el canalón de piedra excavado en el suelo justo fuera de la puerta de barrotes de la celda.
Yeonjun se arrodilló al instante, estirándose todo lo que le permitió la cadena, y alargó los dedos para coger la antorcha. La luz se desvanecía con rapidez, pero bajo su menguante resplandor, Yeonjun pudo ver el rostro sin vida de Hyungsik vuelto hacia él, con la sangre rezumando aún por la boca abierta.
Yeonjun sintió como si algo pesado le presionara el pecho. Los Hermanos jamás abrían la boca, jamás hablaban o reían o chillaban. Pero aquel había sido el sonido que Yeonjun había oído, ahora estaba seguro: los alaridos de hombres que no habían chillado en medio siglo, el sonido de un terror más profundo y poderoso que la antigua runa del silencio. Pero, ¿cómo podía ser? ¿Y dónde estaban los demás Hermanos?