- Sin duda estás bromeando. - Dijo el gorila de la puerta, cruzando los brazos sobre el enorme pecho.
Dirigió una mirada amedrentadora al muchacho de la chaqueta roja con cremallera y sacudió la afeitada cabeza.
- No puedes entrar con eso ahí.
Los aproximadamente cincuenta adolescentes que hacían cola ante el club Pandemónium se inclinaron hacia adelante para poder oír. La espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades, en especial en domingo, y no acostumbraba a suceder gran cosa en la cola. Los gorilas eran feroces y caían al instante sobre cualquiera que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Lee Beomgyu, de quince años, de pie en la cola con su mejor amigo, Jake, se inclinó como todos los demás, esperando algo de animación.
- ¡Ah, vamos!
El chico enarboló el objeto por encima de la cabeza. Parecía un palo de madera con un extremo acabado en punta.
- Es parte de mi disfraz.
El portero del local enarcó una ceja.
- ¿Qué es?
El muchacho sonrió ampliamente. Tratándose de Pandemónium, tenía un aspecto de lo más normal, se dijo Beomgyu. Lucía cabellos teñidos de azul eléctrico, que sobresalían en punta alrededor de la cabeza igual que los zarcillos de un pulpo sobresaltado, pero sin complicados tatuajes faciales ni grandes barras de metal atravesándole las orejas o los labios.
- Soy un cazador de vampiros. - Hizo presión sobre el objeto de madera, que se dobló con la facilidad de una brizna de hierba torciéndose hacia un lado. - Es bromeando. Gomaespuma. ¿Ves?
Los dilatados ojos del muchacho eran de un verde excesivamente brillante, advirtió Beomgyu: del color del anticongelante, de la hierba en primavera. Lentes de contacto coloreadas, probablemente. El hombre de la puerta se encogió de hombros, repentinamente aburrido.
-Ya. Entra.
El chico se deslizó por su lado, veloz como una anguila. A Beomgyu le gustó el movimiento airoso de sus hombros, el modo en que agitaba los cabellos al moverse. Había una palabra en francés que su madre habría usado para describir al muchacho: insouciant, despreocupado.
- Lo encontrabas guapo. - Dijo Jake en tono resignado. - ¿Verdad?
Beomgyu le clavó el codo en las costillas, pero no respondió.
***
Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.
El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había resultado tan fácil... un leve glamour (un encantamiento) en la hoja, para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos, y en cuanto el encargado de la puerta le hubo mirado directamente, entrar ya no fue un problema. Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión... engañar a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos, disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.
Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos verdes del muchacho escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban con la misma fuerza que las llamas de una vela... y podían apagarse con la misma facilidad.
La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando un chico se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se le quedó mirando. Era hermoso para ser humano. Llevaba un traje blanco, del estilo que se usaba cuando aquel mundo era más jóven, con mangas de encaje que se acampanaban alrededor de los delgados brazos. Rodeando el cuello llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo oscuro del tamaño del puño de un bebé. Sólo tuvo que entrecerrar los ojos para saber que era auténtico... auténtico y valioso. La boca se le empezó a hacer agua a medida que él se le acercaba. La energía vital palpitaba en él al igual que la sangre brotando de una herida abierta. Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para seguirlo, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.
Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba del muchacho para circular por sus venas igual que fuego. ¡Los humanos eran tan estúpidos! Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían. Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido. El muchacho era un espectro pálido que se retiraba a través del humo de colores. Llegó a la pared y se volvió, abriéndose un poco la camisa con las manos mientras le sonreía de oreja a oreja.
Fue hacia él con aire despreocupado, con la piel hormigueando por la cercanía del muchacho. Visto de cerca, no era tan perfecto. Vio rímel corrido bajo los ojos, el sudor que le pegaba el cabello al cuello. Olió su mortalidad, el olor dulzón de la putrefacción. "Eres mío", pensó.
Una sonrisa fría curvó sus labios. Él se hizo a un lado, y vio que estaba apoyado en una puerta cerrada. "PROHIBIDA LA ENTRADA", estaba garabateado sobre ella en pintura roja. El muchacho alargó la mano a su espalda en busca del pomo, lo giró y se deslizó al interior. El joven vislumbró cajas amontonadas, cables eléctricos enmarañados. Un trastero. Echó un vistazo a su espalda... nadie miraba. Mucho mejor si él deseaba intimidad.