El corazón de Anton dio un vuelco. Sí, lo sabía. Desde el momento en que había visto ese vampiro en el norte, había sabido que no era una bestia común y corriente. Quizás era el olor a mala muerte o su mirada, que reflejaba una sed de sangre que jamás había visto. Esa noche Anton había sentido pavor absoluto. Se había sentido tan minúsculo al lado de ese vampiro, tan débil, tan inútil. Le había costado tanto ponerlo en palabras que no pudo hablarlo directamente con Roxandra. Pero desde que había surgido el tema de la familia Balan, la curiosidad y el temor se habían fusionado en uno.
Roxandra tenía el ceño fruncido y no quitaba sus ojos de él; Anton estaba pálido y parecía absorto en sus pensamientos. Mala señal.
—Vi a uno de ellos. —Susurró, intentando controlar los temblores de sus manos—. Un Balan. Cuando fuimos al norte. Había otro vampiro… ese vampiro tenía los ojos rojos.
—Bien —dijo ella luego de pensarlo unos segundos—, supongo que eso soluciona uno de nuestros problemas.
Sin decir nada más, Roxandra abandonó la mansión y cerró la puerta con un fuerte golpe. Anton quedó solo en aquella habitación, junto a los cuadros de Marcel y otras personas que lo contemplaban con la penetrante mirada y tenues sonrisas. Anton escuchó la suave voz de Livia, tarareando una melodía que desconocía. Pensó en irse a su habitación, pero cuando metió la mano en su bolsillo recordó el jengibre que había obtenido en Viana. No pudo evitar soltar una tímida sonrisa.
Luego de asegurarse de que Roxandra se hubiese marchado, se escabulló dentro de la cocina. Allí, la araña de bronce que colgaba del techo iluminaba la cocina en su totalidad. Livia se encontraba revolviendo una salsa dentro de una cacerola. Las maderas chispeaban dentro del horno de hierro, cocinando un pedazo de carne. Sobre su vestido ocre, Livia tenía un delantal blanco que estaba manchado con salsa y grasa. Serafina, la gata que Roxandra había rescatado y que Livia había adoptado, se encontraba sentada sobre la mesa de madera, justo al lado de la masa de galletas crudas que Livia acababa de preparar. Sus grandes ojos amarillos se posaron en él con recelo, su cola se movía de un lado a otro.
—Anton —sonrió Livia mientras dejaba el cucharón sobre la mesada—. ¿Viniste a por té?
—¡No! —se apresuró a decir antes de que ella tomara la tetera. La obsesión que esa chica manejaba por preparar infusiones calientes lo sorprendía. —Vine a traerte esto.
Anton le tendió el jengibre, el cual ella aceptó con sus pequeñas manos.
—¿Esto es jengibre? —preguntó mientras se lo llevaba al pecho con emoción.
—Sí… —Anton desvió la mitad, avergonzado ante la mirada de Livia. —Pensé que quizás podrías hacer otro tipo de galletas la próxima vez.
Ella asintió con entusiasmo, se giró hacia una pequeña estantería que había sobre la cocina, tomó un frasco de vidrio vacío y lo guardó. Colocó el frasco sobre la mesada. Serafina clavó sus ojos en él con curiosidad e intentó olfatear en busca de algo que llamara su atención. Anton la contempló con el ceño fruncido.
—Espera que le dé algo de comer. —Livia tomó la cuchara y comenzó a revolver la salsa nuevamente—. Cuando no está deambulando afuera, me hace compañía.
Anton le regaló una mueca; no le gustaban los animales. Mucho menos aquellos que eran calculadores, como los caballos o los gatos.
—Parece que Roxandra estaba de buen humor.
Costel ingresó en la cocina empujando la puerta con ambas manos. Anton sintió el olor a establo que se había pegado a sus ropas.
—Yo no diría eso —murmuró, no luego de todo lo que había pasado en las últimas veinticuatro horas.
—Pero te dejó quedarte aquí, ¿no?
Costel tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Hizo una seña con su mano para echar a Serafina, la cual salió corriendo en dirección al vestíbulo y desapareció en el vacío de la mansión.
—Bueno, en realidad me pidió cuidar de… —Se mordió el labio inferior.
Livia y Costel intercambiaron una mirada nerviosa. Cuando la salsa comenzó a burbujear, Livia quitó la olla del fuego y la colocó sobre la mesada. El dulce aroma invadió los sentidos de Anton. Su panza crujió; no se había dado cuenta de cuánta hambre tenía hasta ese momento.
—¿Es de tu misma especie, verdad? —Anton sintió cierta desconfianza en la voz de Costel.
Roxandra le había dicho que la familia de Costel había sido atacada por culpa de un dhampiro. Clavó su mirada en él, sin saber cómo responder a esa pregunta. ¿Acaso lo estaba acusando de algo? ¿O era mera curiosidad?
Livia se apresuró a sacar la carne del horno con ayuda de un grueso paño rojo.
—Sí… —murmuró como si tuviera miedo de las represalias.
Se había acostumbrado a que lo juzgaran continuamente, pero Costel y Livia eran su lugar seguro. Representaban lo que él quería y había pedido la noche del ataque.
Livia cortó la carne y colocó un pedazo en cada plato. Luego, vertió algo de salsa sobre ella y les tendió un plato a cada uno. Anton contempló su cena fijamente. Agarró el tenedor de plata y jugueteó con él en silencio.
—¿Y no te da curiosidad? —preguntó Costel mientras masticaba.
Anton pinchó la carne varias veces y vio el jugo deslizarse por ella y caer en su plato, mezclándose con la salsa. Estaba hambriento, pero su garganta se había cerrado. Alzó la mirada con timidez para darse cuenta de que ambos lo estaban contemplando fijamente. Sintió como sus mejillas se tornaban rosadas y se apresuró a decir:
—Sí, pero Roxandra no me deja hablar con ella.
—Roxandra no está aquí.
La suave voz de Livia lo tomó por sorpresa. Costel también parecía atónito ante esas palabras. Livia siempre era la responsable, confiable. Jamás desobedecía las normas que Roxandra imponía; siempre tenía el té y las galletas listas; la cocina siempre estaba impecable, al igual que su habitación, cabello y vestimenta. Al darse cuenta de que había llamado la atención de ambos, ella se limitó a alzar los hombros con indiferencia y cortar un pedazo de su trozo de carne. Lo pinchó con el tenedor y se lo llevó a la boca.