PARTE II
Anton jamás había estado en Bucarest; el sur se veía tan lejano que jamás había creído que podría visitarlo alguna vez. Cuando se encontró de pie en la estación de tren, sintió un ligero escalofrío.
El andén estaba abarrotado de personas. Familias enteras se agolpaban en aquella plataforma de madera, desesperadas por abordar la inmensa estructura de metal que los llevaría al sur. La gigante locomotora, que se ubicaba al inicio de la seguidilla de vagones, lucía monstruosa. Tenía un acabado en punta que lo volvía más atemorizante. En sus costados se leía grabado: El Nocturno de los Cárpatos. ¿Qué pasaría si alguien se interponía en su camino? Anton no quería averiguarlo.
Los gritos de los niños que correteaban de un lado a otro lo aturdieron. Los ancianos luchaban por subir a los vagones y eran ayudados por jóvenes inspectores que se encargaban de controlar los billetes y evitar que hubiera polizones a bordo. El olor a transpiración mezclado con el carbón quemado invadió sus sentidos.
—La locomotora está hecha de opalice; atravesaremos buena parte de estas tierras durante la noche y está diseñada para que los vampiros no puedan llegar al maquinista.
Anton posó sus ojos en aquella fortaleza oscura; un hombre con sombrero de paja acababa de subir unas delgadas escaleras horizontales y, antes de ingresar, dejó caer el cigarrillo que llevaba en los labios. El frente de la maquinaria tenía unos imponentes pinchos filosos que dejaban lugar para que el conductor de aquel vehículo pudiera ver, pero al mismo tiempo, impedían que los vampiros pudieran entrar y atacarlo. Era un medio de transporte ingenioso. Pero costoso y valioso.
—Y los vagones hechos de viata. —Susurró él mientras volvía a pasear la mirada por cada uno de los carros.
—¡Te has vuelto todo un cazador! —bromeó mientras daba un suave golpe a su brazo.
Anton se llevó la mano al brazo e intentó ocultar el rubor de sus mejillas sin éxito. El bocinazo de la locomotora lo aturdió. Las personas que se encontraban en el andén se agolparon junto a las puertas de los vagones con desesperación para poder subir a tiempo. Anton tomó un pequeño bolso de cuero marrón y se lo colgó del hombro.
—Debemos abordar —susurró Roxandra—. Pero antes…
Ella comenzó a caminar en dirección a los baños públicos de la estación. El olor a desechos era intenso y desagradable, y obligó a Anton a llevarse la manga de su camisa a la nariz para filtrar el aire. Un hombre abandonó el baño a toda velocidad, todavía subiéndose los pantalones e intentando ajustar su cinturón en movimiento. La gente se veía tan desesperada como cuando la Iglesia comenzaba a tocar sus campanadas para avisar que la noche llegaba.
Se pusieron de pie detrás de una de las paredes del baño de hombres, allí donde había una diminuta ventana en la parte superior para dejar entrar luz y ventilar. Roxandra apoyó la espalda contra la fría madera y se cruzó de brazos a la altura del pecho. Anton, algo confundido, se quedó de pie a su lado. Viendo cómo las personas subían a los vagones, cual ganado, y los guardias luchaban por mantener el control. Fue entonces cuando sintió la presencia del otro lado de la pared.
—Roxandra —oyó una discreta voz.
—Serban, ¿qué querías decirme? —preguntó ella casi en un susurro.
Anton apretó los labios con fuerza.
—Leonard fue asesinado cerca de Bucarest. Lo encontraron sentado junto a una fogata, mientras comía algo.
Roxandra entrecerró los ojos sin quitar la vista de un punto fijo.
—Bien —suspiró al cabo de unos minutos—. No debes preocuparte por el dhampiro en Vidra; ya está solucionado.
Se oyeron unos ligeros sollozos y Anton pudo escuchar cómo Serban le agradecía a Dios por escuchar sus plegarias. Se preguntó si alguien de su familia había sido atacado por culpa de Irina; o si simplemente vivía con el constante miedo a perder a alguien en manos de un vampiro. Roxandra comenzó a caminar en dirección al tren y él la siguió con el paso firme.
El resto de los pasajeros ya había abordado, por lo que ellos no tuvieron que hacer una larga fila para subir. Anton sintió el olor a carbón quemado a pesar de que su vagón era el más alejado de la locomotora. El interior estaba recubierto en madera costosa; Anton lo sabía porque antes había sido leñador, que estaba trabajada con meticulosidad para que los pasajeros sintieran la elegancia. El pasillo era delgado y tanto a la derecha como a la izquierda había unos diminutos compartimentos privados donde viajaban dos o cuatro personas, separadas por una puerta con una ventana de cristal.
Anton escuchó a una niña llorando y un dulce aroma a sangre se extendió por el ambiente. Sintió un cosquilleo en las manos. El aroma envolvió su cuerpo y sintió pastoso el paladar. Alzó la mirada por encima de su hombro y vio a una mujer acuclillada junto a la pequeña. Su hombro había sido rasgado por un clavo sobresalido y un delgado hilo de sangre caía por su suave piel. La mujer, que posiblemente era la madre, tomó un pañuelo y comenzó a limpiar la zona mientras le susurraba unas palabras para tranquilizarla. Pero Anton no podía quitar la mirada de su brazo, no podía pensar en otra cosa que no fuese el dulce aroma que se colaba por su nariz.
Roxandra se detuvo y Anton estuvo a punto de chocar con ella. Ella abrió una de las puertas y le hizo señas para que entrara al camarote. Los dos asientos que había dentro estaban enfrentados y recubiertos con cuero negro, parecían haber sido limpiados y encerados hacía no mucho tiempo.
Anton frunció el ceño cuando Roxandra cerró la puerta a sus espaldas.
—No pensarás que viajaremos incómodos. —Sonrió y tomó asiento cerca de la ventana.
La locomotora hizo sonar su sirena y Anton comenzó a sentir el movimiento lento, pero fuerte. Se aferró a una de las paredes para no caer y tomó asiento rápidamente. Jamás había estado a bordo de un tren y, a medida que la maquinaria comenzó a ganar velocidad y el paisaje se empezó a mover con rapidez, se comenzó a marear.