Cuando había tormenta, todos debían estar en casa.
Era una norma muy simple, de hecho. Se entraba en casa, se atrancaba la puerta y se permanecía en el más absoluto silencio hasta que los truenos dejaran de sonar y cesara el siniestro repiqueteo del agua en los precarios tejados.
Era una norma muy simple. Pero Peter no la estaba cumpliendo.
La mañana había amanecido soleada como pocas, sin la más mínima nube en el horizonte. Al oeste del pueblo, los blancos picos de las montañas permanecían, como silenciosos centinelas encapuchados, en la más absoluta calma. Nada indicaba lluvia, mucho menos una tormenta como aquella. Bueno, nada tampoco. Estaba el viejo del pueblo, Tom, que cojeaba de una pierna y dedicaba gran parte del día a quejarse. Tom había pronosticado el mal tiempo. "Lo siento en los huesos, malditos sean. Lo único para lo que sirve esta vieja pierna ahora es para hacer de brujo. ¡Estúpida basura!", y otras maldiciones varias. Los adultos enseguida se habían preparado para el temporal, pero Peter y sus amigos desoyeron la advertencia. No hay necesidad, se dijeron, de hacer caso a la charla de un loco. Total, una golondrina no hace verano, y que normalmente acertara no quería decir que no pudiera equivocarse.
Y los niños se escabulleron y corrieron, escaparon, jugaron, se divirtieron. Llegó y pasó el mediodía, pero ninguno pensaba en volver. Los juegos y actividades del día atraían completamente su atención. Y, de repente, pasó, sin más. Cayó un rayo.
En medio de ellos, brillante y raudo, crepitando como el conjuro de un mago, horadando la tierra con potencia suprema. Miraron al cielo, y ya no había sol, ni azul, ni buen tiempo; solo rachas de vientos bruscos y fríos, nubarrones negros como la pez, las montañas irguiéndose amenazadoras, como gigantes antes de salir de cacería.
Se desató el pánico. Todos sabían lo que se acercaba al pueblo durante las tormentas, cuando el agua empezaba a caer e inundaba las fértiles tierras de la Llanura. Todos habían oído las historias, escuchado los cuentos, incluso oído los pasos afuera de sus casas, mientras se acurrucaban con sus familias a la espera de que se fueran lejos de nuevo.
Empezaron a correr. Un poco despacio al principio, más rápido cuando la frecuencia de los truenos aumentó y el agua los caló hasta los huesos. Corrían como podían, tropezando, resbalando, chapoteando en el lodo en busca de su casa, del lugar seguro que tan imprudentemente habían abandonado hacía unas horas.
Peter cayó cual largo era tras topar con una inoportuna piedra. Esperó unos momentos a que sus compañeros lo levantaran, pero nada ocurrió. Extrañado, levantó la cabeza. Aquellos a los que había llamado amigos, por los que se habría sacrificado incluso en una situación como esta, estaban ya lejos, corriendo como almas marcadas por los demonios. El niño se levantó, sacudiéndose el barro de las rodillas y la cara.
Un siseo.
La sangre se le congeló en las venas. Ruido seco. Siseo. Gorgoteo. Conocía ese patrón tan bien como los ronquidos de su padre. Lo conocía y lo temía más allá de lo inconcebible. Sabía lo que significa.
El heraldo de la muerte.
De nuevo renauda su carrera, cada paso más desesperado, cada pie más agotado. Vuelve a tropezar, pero evita la caída a tiempo. Un trueno. Su oído, en su inconsciente sabiduría, escucha un momento tras el trueno. El silencio es casi absoluto.
Demasiado absoluto.
Un aguijón del tamaño de su antebrazo ya le está atravesando el estómago antes de que su cerebro pueda procesar la información. Una vahada de fétido aliento impactó en su espalda, inundando sus fosas nasales del pútrido olor del monstruo. Entonces, el ser habló.
-Fresca… la carne está fresca… el día del avenimiento llega, la hora del juicio anunciada por negros estandartes…
El miedo del niño aumentó. Nunca los había oído hablar, ni había sabido de nadie que lo hubiera hecho. Cayó al suelo como un árbol alcanzado por el rayo. Perdía la sensibilidad a lo largo de todo el cuerpo. Su sangre fluía, espesa, goteando sobre el malévolo apéndice del asesino. Sus ojos empezaban a nublarse. Perdía la consciencia.
Fue salpicado por sangre que no era la suya.
A través de la neblina que se había instaurado en sus párpados, vio la sombría figura que se interponía entre él y las fauces de la muerte. Alto, fornido, demasiado rápido como para ver otra cosa que un borrón cuando se movía. Llevaba algo en las manos. Apenas podía distinguirlo, pero brillaba. En manos de aquel hombre, parecía un reguero de lava fundida. Por encima de los ruidos de la tormenta, por encima de los latidos de su cada vez más adormecido corazón, podía escuchar los siseos que emitía la lluvia al rozar el arma del desconocido. Y podía oír los aullidos del monstruo.
En su situación, desangrándose lentamente, Peter no podía saber cuánto tiempo pasó hasta que la inmensa mole de la criatura se desplomó por completo en el barro. No podía saberlo. Pero le pareció demasiado corto.
Sus ojos cada vez estaban más cerrados, pero aún podía ver las botas del hombre caminando hacia él. Hizo todo el esfuerzo que pudo por levantar la cabeza hacia su salvador. Era extraño, se dijo: ya no sentía las manos. Tampoco las piernas. Pero aún así se las apañó para alzar el cuello.
-Ayúdame… Por favor…
Sus ojos cada vez estaban peor. Ni siquiera podía distinguir los rasgos del hombre. Pero al menos si notaba como extendía su mano izquierda hacia él.
-Gra*
Una línea carmesí. Un horizonte de gotas rojas esparciéndose en el aire, contaminando el agua antes de que tocara el suelo. ¿Qué ha pasado? Los ojos de Peter están demasiado nublados para distinguirlo. Qué extraño, ya no escucha latir su corazón. Lo único que nota ahora, lo único que su conciencia puede captar antes de volver a la nada, es el intenso dolor de su cuello.