Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo II - Arquero

El centro de la vida, el cerebro, el corazón y el intestino de cualquier aldea, era sin lugar a dudas la taberna. Lo primero que hacía un extranjero, incluso antes de saludar al líder del enclave en cuestión, era catar su cerveza. Donde los pocos viejos se lamentan hoscamente, reunidos en apretados círculos; donde los padres hacían el duelo por sus hijos entregándose al alcohol y a sus más bajos instintos; donde los pobres se vendían, donde las apuestas, las risas y la ira corrían todas juntas por la sangre acompañadas de copiosas cantidades de vino. 

 

Todo eso lo sabía perfectamente la encapuchada figura que movía perezosamente su copa entre los dedos, aburrida de la eterna espera. Ambientes sórdidos como aquél no le eran desconocidos, pero jamás los había disfrutado en absoluto. La razón no era algo definido; más bien era una vaga sensación en la boca del estómago, una mueca involuntaria de desagrado cada vez que olía el alcohol, lo que le había confirmado su hipótesis . 

 

Su mirada volvió a verse atraída por el brillo de la plata en la oreja izquierda del arquero. El también parecía aburrido. De pie junto a la barra, vaciando vaso tras vaso, pero sin emborracharse lo más mínimo. Pelo moreno, arreglado, recogido en una coleta. De buena estatura, fibroso. Las plumas de grifo de su carcaj se movían de manera sutil, aunque hipnótica, cuando echaba el cuello hacia atrás para apurar su bebida. Una espada le colgaba de la cintura, y el destello del hierro cuando echó hacia atrás la pierna reveló un cuchillo descuidadamente enfundado en la caña de su bota. La parte frontal de la casaca de cuero marrón que llevaba no era visible, pero el encapuchado sabía perfectamente lo que había allí: el siniestro escudo que todos temían, la espada y el libro.

 

No era la única persona atraída por su presencia. Cada aldeano presente, hombre mujer o viejo no le quitaba los ojos de encima. Algunos llevaban, entre trago y trago, las manos a las empuñaduras de sus armas. Otros clavaban sus ojos en él, ojos inquisitivos. 

 

Acusadores.

 

Finalmente, alguien hizo un movimiento. Se trataba de un hombre fornido, calvo, aunque con una gran barba pelirroja, con una prominente y grasienta barriga y una cicatriz que le cruzaba el rostro desde la frente hasta la mejilla izquierda. Avanzando pesadamente, puso su mano en el hombro del arquero. Todos pudieron ver entonces el tatuaje de su antebrazo: el dragón decapitado.

 

-Escucha bien esto, amigo; no queremos gente de tu calaña por estas tierras. Coge a tu caballo y a tu compañero y largaos. Ya.

-Quita tu mano de ahí.

 

La frialdad en el tono del interpelado puso a todos en alerta. Ya no había nadie en la sala que no tuviera el puño en el mango de un arma. La única excepción era aquella misteriosa persona, a la que la situación no parecía molestar en absoluto. De hecho, si alguien le prestara la atención suficiente, habría jurado que sonreía.

 

-Tú no das las órdenes aquí, escoria. La gente de este lugar es respetable y no voy a*

-¿Gente respetable? Vamos hombre, no hagas de comediante. En el tiempo que llevo aquí ya he visto una violación, cuatro palizas y un par de intercambios con mercancía a todas luces robada. Vete a contarles tus historias a los niños, infeliz. No tengo tiempo para gastarlo con estupideces.

-Sucia rata… no voy a permitir que TÚ, de entre todas las inmundicias, me insultes.

 

La mano del gordo apretó con más fuerza.

 

Lo siguiente que pasó fue tan rápido que nadie siguió el acontecimiento, ni siquiera el encapuchado. Pero de repente el brazo del gordo estaba clavado a la mesa con una flecha, atravesado justo por el tatuaje. El hombre gritaba, angustiado por el punzante dolor que le subía hasta el hombro.

 

-Voy a dejártelo claro, "amigo". No te me acerques de nuevo. No me hables. No me toques. No me mires. La próxima flecha la recibirás entre los ojos, ¿Estamos?

 

El aludido asintió gimoteosamente, como un perro al que han dado de palos. Su agresor desclavó la flecha y volvió a centrar su atención en el vaso.

 

La tensión del ambiente parecía amenazar con apagar todas las velas de la sala. Todos los presentes continuaban haciendo blanco al arquero de los proyectiles que disparaban sus ojos. Varios parroquianos estaban por desenvainar cuando la puerta del local se abrió con un golpe seco. El frío aire del invierno y el golpeteo de la lluvia contra los tejados de adobe llenó el lugar, y con él vino el rumor de decenas de susurros indignados al ver el causante del jaleo. Un hombre musculoso, terriblemente alto, entró en la taberna; pelo rubio ceniza completamente desgreñado, barba de varias semanas, la misma casaca marrón que portaba el arquero. En la mano derecha llevaba una alabarda carmesí, cuyo filo parecía bailar a la luz de las velas, como un pequeño diablo tras cometer asesinato. En la izquierda, llevaba un saco pardo, no especialmente grande, hecho de una tosca y áspera tela.

 

Pequeñas gotas rojas caían del saco mientras avanzaba con paso lento hacia la barra. 

 

Nadie se movió. Todos aguardaban, con expectación creciente, el desenlace de los acontecimientos. Con un ruido sordo, el saco cayó sobre la barra. Afuera de él rodó la cabeza de un niño.

 

-No llegué a tiempo.

 

Un hombre sacó un hacha del cinto a tiempo que gritaba con rabia súbita. Tuvieron que sujetarlo entre cuatro para que no avanzara más de la cuenta y pudiera perder la vida él también. Una mujer cayó de rodillas, agarrándose el pecho, clamando y sollozando, la pena y las maldiciones surgiendo de su boca al mismo tiempo.

 

-Largaos de aquí, cazadores- susurró el tabernero. Sus ojos se habían quedado vacíos, mirando con una vorágine de sentimientos (desolación, asco, rabia) el rostro del niño muerto- Largaos de aquí y no volváis nunca.




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