Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo III - Hechicera

Los cascos de los caballos chapoteaban en el barro, añadiendo un sonido más al ruido de la lluvia y al lejano resonar del túmulo de la taberna. Ambos cazadores iban en silencio; incluso sus respiraciones permanecían acalladas mientras iban dejando puertas cerradas de atrás, perfectamente conscientes de los muchos pares de ojos que asomaban por entre los postigos de las ventanas para verlos marchar.

 

Eran conscientes también de un tercer caballo que los seguía, pero ninguno comentó nada al respecto.

 

Atravesaron la empaladiza. Los centinelas fruncieron el ceño con desagrado, pero abrieron las puertas a su paso. Ahora estaban en una parte mucho más pobre del pueblo. Una que no tenía empaladiza, ni casas de piedra, con menos tejados de adobe y madera que de paja y conglomerado. Una donde los monstruos campaban a sus anchas. 

 

Escucharon dos siseos a su izquierda y un tercero, más alejado, a su derecha, pero los ignoraron. Se mantuvieron en completo silencio, sin acelerar el paso, sin poner las armas en ristre. Oyeron un grito, un grito humano de agonía indescriptible, y se detuvieron un momento. Venía de atrás. Callados como muertos, contaron. Uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco siseos diferentes venían de la misma dirección que el alarido. 

 

De la empaladiza.

 

Mantuvieron su rumbo, pero ahora avanzaban más deprisa, los caballos estaban inquietos. Cinco carroñeros podían abrir una brecha en una empaladiza como aquella sin muchos problemas. Y en el momento en el que los monstruos pusieran un pie en el pueblo, sus habitantes estaban condenados. Los ruidos de la taberna atraerían a todos los carroñeros del área. Y no habría salida.

 

-¡¿Se puede saber a dónde diablos vais?!

 

Se dieron la vuelta, sorprendidos y alarmados. La persona que había gritado era una figura encapuchada, vestida por completo de negro, con botas altas y el torso envuelto por completo en una capa azabache.

 

-La chica de la taberna- dijo el arquero con el ceño fruncido- ¿Por qué nos sigues?

 

El encapuchado chasqueó la lengua, disgustado, y retiró la capa hacia atrás, revelando la cabeza de una mujer joven, de poco más de veinte años. Rubia, el pelo le caía hacia atrás en una estilizada trenza, y sus ojos verdes relucían como faros en medio de la noche. Pero mucho más extraño que su apariencia era su sonrisa. Desde el Mar Gris hasta el Pantano Negro, las sonrisas eran un bien raro y preciado, especialmente las auténticas. Y sin embargo, allí estaba ella, plantada con los brazos en jarras y una sonrisa de oreja a oreja, como si compartiera un chiste privado con el mundo.

 

-¿Cómo sabías que no era un tío?

-La respiración. No era lo suficientemente pesada, y se notaba incluso aunque hubieras modificado tu voz- el arquero se rascó la cabeza, entre extrañado y divertido- ¿Maga?

-Casi; hechicera- respondió la chica, guiñándole un ojo. Su interlocutor no pudo menos que sonreír ante lo estrambótico de la situación.

-Creía que*

-No es el momento- la voz del otro cazador era áspera como una navaja desafilada- ¿Qué quieres de nosotros?

 

Finalmente, la hechicera perdió su sonrisa y encaró al gigante que tenía delante.

 

-¿Por qué das la espalda a un pueblo que te necesita?

-No me han pagado.

 

Una respuesta llana y simple, llena de crudeza. La chica se inclinó hacia atrás en su montura al oírla, como si la hubieran golpeado.

 

-Adiós- él, hoscamente, dió la vuelta a su caballo y comenzó a alejarse de allí. Su compañero, con una mueca de disgusto, hizo un ademán de disculpa en dirección a la hechicera y se apresuró a seguirlo.

 

-¿Y si te pago yo?

 

Frenó su caballo en seco, dándose la vuelta lentamente. Ladeó la cabeza, como si reconociera cierto mérito por su insistencia.

 

-Bueno, entonces tendría que considerarlo. Te pasaré la factura después. Cuando acabemos de limpiar.

 

Ambos volvieron al pueblo, con la hechicera siguiéndoles de cerca. Iban de cabeza a un peligro mortal, con un riesgo considerable de salir de allí en un ataúd.

 

Pero, extrañamente, todos sonreían.




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