Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo IV - Deshielo

 

Podía verse el pueblo ya, incluso sin necesidad de estar en la cofa del vigía. Las pequeñas casitas grises se apelotonaban juntas, como una camada de lobeznos cuando su madre abandonaba la cueva, en la pequeña bahía a la sombra del fiordo. Bastantes millas al oeste, la potente luz que emitía el faro de Puerto Turquesa todavía brillaba. Huggan pensó que parecía una estrella perezosa, que no se iba a dormir cuando le tocaba. Se dió unos golpecitos en la cabeza. Lo tonto que podía llegar a ser a veces le daba miedo. 

 

Tenía ganas de tocar tierra por fin; el Gavial llevaba dos semanas de expedición en busca de sustento. Observó con satisfacción el kraken que remolcaban, de casi treinta pies de largo. La batalla contra el monstruo había durado horas, pero finalmente el efecto del veneno que habían puesto en las balistas lo debilitó lo suficiente como para que pudieran matarlo. Estaba seguro de que al pequeño Trauss le encantaría oír la historia de la batalla. Siempre disfrutaba con las historias.

 

La niebla que traía consigo la aurora comenzaba a disiparse, pero el mar seguía manteniendo su tono gris. Era un paisaje melancólico, pero al mismo tiempo, lleno de paz. La armonía de las olas rompiendo contra los acantilados, la hierba meciéndose al compás de la fresca brisa marina, las perezosas nubes formando un techo de espuma sobre la bóveda del cielo. Los rayos de sol pasaban con menos intensidad a través de las nubes, y creaban una sensación de poder divino tras ellos, como si los ángeles de Glappnair descendieran a la batalla contra los horrores del océano.

 

El barco cabeceó repentinamente, y Huggan estuvo a punto de darse con el remo en la cabeza. Sus compañeros se rieron al unísono, y el eco de sus voces se elevó hasta el nublado cielo gris.

 

El marino refunfuñó entre dientes, avergonzado de su descuido. Hoy estaba extrañamente distraído, con toda seguridad debido al estrés de los últimos días y a sus ansias de desembarcar. Los muchachos comenzaron a remar con más brío, notando que el largo viaje llegaba ya a su fin. Un viento frío del norte hinchó levemente sus velas; el mar los incitaba a apresurarse hacia sus hogares y familias.

 

El vigía fue el primero en dar la voz de alarma.

 

–¡¡FRENAD!!- el capitán Lobbrock dió la orden, fuerte y clara, en un tono que habría sacado a los muertos de sus tumbas.

Comenzaron a mirar por todas partes, buscando. Algunos se abalanzaron sobre las balistas y catapultas, sin tener claro cuál era la amenaza.

 

–¡A babor!- todos quedaron en silencio al oír la voz del vigía desde la cofa, casi ahogada por el sonido del viento y las olas. Se volvieron hacia babor, hacia el este, expectantes. La niebla aún era algo espesa en esa zona, pero no tardaron mucho en verlo.

 

Un enorme iceberg, dos veces más grande que el barco, navegaba a su lado como un siniestro compañero de viaje. Los hombres se quedaron anonadados viendo cómo la inmensa masa de hielo pasaba a su lado, una mezcla sólida del gris del mar y el azul del cielo.

 

–¿Un iceberg en mitad del invierno? No tiene ningún sentido…

–Y hacía siglos que no se veía uno de este tamaño…

–¿Creéis qué será un augurio? ¿Un mensaje de los dioses?

–... Es posible. Los piratas cada día están más activos. Monstruos marinos que no se veían desde hace años comienzan a destruir barcos sin cuartel. Y ahora esto. Yo digo que*

–¡¡SILENCIO TODOS!!- al estruendo de la voz del capitán, un silencio de piedra volvió a caer sobre el barco- Bien. Tenemos que darnos prisa. Activad las luces del barco; debemos avisar a los guardacostas. Probablemente lo detectarán antes de que sea una amenaza sin necesidad de nuestra ayuda, pero no correré riesgos. ¡Venga, a remar!

 

Todos volvieron a sus puestos, pero en el aire ya no había conversaciones ni risas, solo el continuo golpeteo de los remos contra el agua, una y otra vez. De repente, el mar parecía un sitio mucho más oscuro que antes. Mientras dejaban atrás el iceberg, Huggan advirtió la presencia de un brillo metálico en el agua. Le costó tres paladas de remo recordar dónde había visto algo parecido antes: era idéntico a la cadena del ancla cuando el barco atracaba, pero sus eslabones eran mucho más grandes y se extendía hacia profundidades desconocidas. Y a juzgar por el movimiento que mostraba, no había nada parecido a un ancla allí abajo.

 

Un sudor frío le recorrió la espalda al pensarlo. Recordaba una historia que le había contado su abuelo cuando era joven, y que a él se la había contado su padre, y así hasta remontarse a los fundadores de su familia. Una historia sobre demonios, elfos, dioses y venganzas. Una historia sobre una cordillera de hielo que flotaba a la deriva, y lo que yacía debajo de ella, sepultado en cadenas.

 

Una historia sobre el Leviatán.

 




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