Hacer guardia era lo más aburrido del mundo. Te obligaban a estar de pie, de noche, con frío, cargado con el peso de una armadura, sin dormir, exigiéndote un grado de alerta prácticamente sobrehumano. Era perfectamente natural, un deber incluso, que las guardias largas realizadas por una única persona, a la que además no se le había dado ningún tipo de estimulante para soportar el tedio ("porque daba sueño a las pocas horas de su consumo"), acabaran en un auténtico desastre.
Sini se durmió como una auténtica guardia.
El ruido de cristales rotos la despertó un poco. Soltó un gruñido digno de una serpiente marina, y comenzó a desperezarse. Fue entonces cuando notó cerrarse la puerta a su espalda y se puso alerta de verdad.
Echó un vistazo circular a su alrededor. Nada había cambiado en el frío corredor que custodiaba. La ventana seguía allí, intacta, atravesada por un débil rayo de luz lunar que resplandecía con hermosos tonos plateados. El busto del antiquísimo filósofo Euripaldo seguía allí también, quieto en su pedestal, mirando al espacio vacío con la lujuria pintada en sus ligeramente bizcos ojos. Decían que Euripaldo había sido un mujeriego de cuidado. Al menos hasta que lo intentó con la mujer del Gobernador de su época y acabó con medio metro de acero bien metido en la garganta.
Sini echaba de menos los tiempos en los que a los mujeriegos se les ajusticiaba. No eran los únicos tiempos que echaba de menos.
Su mirada fue paseando, nostálgica, por la hilera de retratos de su derecha, todos de antiguos dirigentes de la cuidad; Gobernadores. Supuestamente había habido reyes en algún momento, pero hacía tanto tiempo de eso que no quedaban ni las coronas. Un Gobernador controlaba la fuerza militar de la nación, así como los juicios de sus habitantes. Lo único sobre lo que no tenían jurisdicción eran las leyes, que se votaban en una asamblea común y de forma oculta entre los habitantes de la capital. O al menos así había sido.
Tuvo que haber un punto de corte en algún momento, aunque nadie pudiera señalar dónde. Pero el hecho era que cada vez, los Gobernadores habían sido menos líderes y guerreros para convertirse en nobles, políticos y burócratas. Sini se lo había preguntado infinidad de veces. ¿Cuando se habían vuelto más importantes las fiestas y los banquetes que la vida y felicidad de los ciudadanos de las aldeas? ¿Y por qué solo había pasado en Nøard?
Según tenía entendido, Sæth se había convertido en un buen lugar para vivir: las ciudades amuralladas abundaban, los sistemas de saneamiento evitaban el contagio de epidemias, las caravanas de comerciantes no parecían ejércitos en movimiento y la guardia dedicaba sus esfuerzos a detener criminales, no a custodiar tesoros.
Pero aún más importante; los monstruos habían sido erradicados casi por completo. Seguían viéndose grifos en las montañas Nådden, y extrañas mutaciones en las cercanías del Pantano Negro, pero nada más. Sin carroñeros, sin krypande, sin græks, sin slakters, sin nada.
Para ella, tal cosa no podía ser sino el sinónimo de una utopía. Por muchos problemas que luego tuviera.
El ruido de un fuerte golpe contra el suelo la sacó de sus pensamientos, recordándola porque se había despertado en primer lugar. Había alguien cerca. Se dió la vuelta, observando la puerta que le habían encargado vigilar durante los últimos días.
Era recia, fabricada con una madera negra llena de intrincados grabados. Se decía que la madera la habían traído antiguos Gobernantes del otro lado del Mar Gris, pero Sini no lo creía. No conocía a nadie que hubiera visto el otro lado del Mar Gris y hubiera vuelto para contarlo.
Con extrema cautela, sacó la llave de la puerta que le habían entregado cuando la pusieron a cargo. "No la uses salvo que sea una situación de absoluta urgencia" le habían advertido "o irás a parar al Cepo". La veterana bufó involuntariamente al recordarlo.
"Si esto no es una urgencia, podéis meteros la llave y el jodido Cepo por donde os entren, capullos" pensó. Abrió la puerta en el más absoluto silencio que fue capaz de lograr, a tiempo que desenfundaba su espada corta. Entró en la sala.
Resultó ser una enorme biblioteca. Hileras de estantes se alzaban hacia el techo, envueltos en penumbra. Los rayos de luna entraban desde la pared norte de la sala, aunque el ventanal no era visible desde su posición.
Se oían dos voces discutir en airados susurros un poco más adelante. Una era altanera, con dejes similares a los que tendría un noble, pero mucho menos refinados. La otra hizo estremecer a la centinela al oírla; grave, rasposa, demasiado animal para ser humana del todo. Ambos mantenían una acalorada conversación, que a juzgar por el ruido de túnicas ondeando iba acompañada de fuertes ademanes.
-...no está aquí. Y ya te lo tenía advertido; si estos noblecillos pomposos lo tuvieran, lo habrían destruido o lo habrían usado. ¡Escucha por una vez!- la voz grave parecía extremadamente irritada con su interlocutor.
Sini intentó aproximarse hacia los intrusos. Empezó a echar de menos la lanza que había dejado olvidada en la entrada.
-...ya me tienes harto con tus continuas faltas de respeto cuando no eres capaz de hacer un maldito trabajo bien. ¿Si no está aquí, dónde está? ¿Dónde está el libro de Mørksot?
Al oír el nombre del ser más temido en toda la historia, la mujer dió un respingo, perfectamente audible en aquel lugar tan silencioso. Fue un error de novata, se dijo. Un error que podía costarle la vida. Pero ya era un poco tarde para eso.
Hizo lo único que podía hacer en esa circunstancia: saltar hacia delante y atacar con todo.
Al doblar una estantería caída (el ruido que había oído antes, pensó) pudo ver a un hombre algo más joven que ella, vestido de negro de la cabeza a los pies. Su cabello rubio claro resplandecía como plata al reflejar la luz que entraba por el ahora roto ventanal. La centinela no tuvo tiempo de analizar su fisonomía al detalle; un gesto de su mano y las sombras tomaron la forma de flechas negras, disparándose contra ella.