Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo VIII - Verdades

Bill se rascó perezosamente la cabeza mientras le contaba a uno de los porteros los negros pelos que sobresalían de su nariz. Le gustaría poder decir que terminaba lo que empezaba, pero lo dejó en el catorce.

 

Soltó un sincero bostezo del inmenso aburrimiento que sentía, mientras oía los gritos cada vez más estruendosos de Lydia y notaba las manos del guardia bajar más y más cerca de la espada. Por estos lares, todo era lo mismo. 

 

Aunque en casa no es que variara mucho.

 

A nadie le gustaban los cazadores, pero el arquero estaba seguro de que uno no era consciente de lo inútil de ese odio hasta que se convertía en uno. Hacía ya unos cuantos años que había tenido su despertar, y desde entonces el único cambio brusco que había sido percibido por otros con desagrado era el olor que emitían sus axilas. ¿A qué venían tantos prejuicios?

 

Al final, reflexionaba el cazador, era una cuestión de envidias y poderíos. La gente se siente insegura frente a algo que la supera, que supera a cualquier humano; y a medida que la inseguridad se transforma el miedo, este se bifurca en múltiples emociones: envidia, odio, ira, todas bien focalizadas y exaltadas aún sin tener del todo claro el porqué. O si había un porqué.

 

Observó a Raven, pero no parecía estar teniendo profundos monólogos psicológicos. Sereno como siempre, le daba vueltas al anillo que le había regalado Domos, señal de que estaba abstraído en algún rincón del infinito vacío que había entre la puerta y él. Bueno, al menos uno de los dos tuvo suerte en lo tocante al tema familiar.

 

Se golpeó la frente. Esos pensamientos eran precisamente el tipo de cosas por las que era repudiado en… casi todos los lugares del mundo.

 

La discusión subió nuevamente de volumen, captando su atención.

 

–¡...y es una orden directa del Gobernador, por el amor de Mjøddermer!- gritó la hechicera por no se sabe cuál vez.

–¡Aún así no pensamos permitir el paso a estos asesinos!- dijo el guardia narigudo mientras se recolocaba los pantalones por no se sabe cuál vez. Y por no se sabe cuál vez volvió la vista atrás buscando el apoyo de su compañero, encontrándolo muy ocupado babeando mientras miraba a su femenina interlocutora.

–Va, dejadlo ya, loado sea Borggermer- Bill intervino en la discusión antes de que extendieran el bucle a la hora de la cena- Hagamos algo; Lidi, tú entra y busca al empleador; nosotros nos quedaremos aquí a esperarte.

–Eso que no voy a permitirlo- la chica se sacudió al cazador de encima, mirándolo con cara de pocos amigos- Ya es noche cerrada, y encima luna nueva. No se puede consentir que por unos estúpidos prejuicios de…

 

"Espera, ¿Luna nueva?"

 

Bill miró el cielo, alarmado. Efectivamente, solo la luz de las estrellas estaba ya sobre ellos; ni rastro de la traviesa doncella plateada. Le echó una mirada a su compañero, tan furtiva como fue capaz.

 

Sudaba más que antes. Fruncía el ceño y apretaba los puños con fuerza, como si estuviera luchando contra un individuo invisible en los agrestes paisajes de su cerebro. Su arma resplandecía a través de su funda, una leve aura carmesí que no presagiaba nada bueno.

 

–Cariño, ya sabes que siempre son los mayores los que ceden y comparten. No esperes que personas que no han descubierto las maravillas de un cinturón de piel te cierren la mente, ¿Estamos? Y ahora, hazme el favor y ve para que podamos saber de una vez cual es el problema.

–Pero…

–En serio, estamos bien con esto. No te preocupes; mientras esperamos, mearé en la empaladiza media docena de veces.

 

Finalmente, la hechicera se introdujo en el asentamiento. Raven suspiró de alivio, y los guardias se retiraron aún más cerca de las puertas y con las manos aún más pegadas a las empuñaduras de sus espadas. En serio, el arquero no lograba adivinar si pensaban casarse en dos días o esa misma noche.

 

Se aproximó a su amigo con cuidado.

 

–¿Estás…?

–En la mierda, sí- de cerca, su amigo tenía aún peor aspecto. Le goteaba sudor por la frente, sus ojos estaban inyectados en sangre y estaban empezando a aparecer marcas debajo de sus ojos. Marcas que Bill sabía muy bien lo que representaban.

 

Marcas que definían la naturaleza de su maldición.

 

Era cierto que la humanidad odiaba a los cazadores por prejuicios. Pero eso no les había impedido tener razón. Después de todo, suele haber un río cerca cuando oyes correr el agua.

 

Permaneció con la mano en el hombro de su amigo un rato, absorbiendo la carga, compartiéndola. La noche llegaba ya a su punto álgido cuando el dolor en el pecho de ambos y la presión en sus sienes comenzó a disiparse.

 

–¿Mejor?

–... Gracias. Pero tengo que avisarte. Anoche*

–Estos son, Lord Klipper.

 

Ambos se dieron la vuelta al oír la voz de Lydia, que venía acompañada de un anciano elegantemente vestido. Bill silbó por lo bajo al verlo; era la persona más vieja que había visto en su vida. Ni siquiera pensaba que se pudiera vivir tanto. El anciano estaba ya encorvado, apoyando su peso en un fuerte bastón de un material blanco desconocido para los cazadores. La verdad era que les habría parecido un noble del más alto rango sin necesidad de la presentación de Lydia; había algo en él que producía la misma sensación que un saco de monedas entrechocándose sin parar.

 

–Hum, hum, ya veo, ya veo. Uno de Nøard y otro de Sæth, tal y como dicen los rumores. Y con un arma demoníaca, si no estoy viendo mal.

 

Raven se movió un poco en el sitio, incómodo por el escrutinio, pero no dijo nada. Observó el proceder de su compañero, cediéndole la voz cantante con un ligero gesto de cabeza.

 

–Hemos oído que Su Señoría deseaba nuestros servicios en un asunto. Le ruego que nos exponga sus tribulaciones para que podamos llegar a un justo acuerdo sobre el precio y otros pormenores antes de la realización de la tarea en cuestión.




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