Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo IX - Audiencias

Los guardias se apresuraron a apartarse al verlo pasar, como si tuvieran miedo de rozarlo siquiera. Asintió con la cabeza. Así era como la escoria debería comportarse: presta y servicial con sus claros superiores. Con aire autoritario, como si el lugar le perteneciera, atravesó la puerta de doble hoja. Caminó con largas zancadas, sorteando con desagrado los libros y estanterías que se interponían en su camino. Maldijo entre dientes la lentitud de los investigadores. Ya deberían haber despejado la zona de obstáculos hacía rato. No tenía del todo claro lo que había pasado allí, pero estaba seguro de que "Historias de un ermitaño: las hierbas curativas de La Dentellada" no tenía nada que ver. Pensó en sacudirle una patada al libro al rodearlo, pero consideró que no merecía el esfuerzo.

 

Estudió con aire pensativo la ventana rota. El frío aire de la mañana le revolvió ligeramente los cabellos, cosa que le hizo fruncir el ceño de nuevo. Esa estúpida brisa había acabado de echar a perder su meticuloso peinado. Se volvió hacia las dos personas que había en la sala, inclinadas sobre una estantería derribada en otro extremo del cuarto. Discutían en voz baja, de una manera que le resultó sospechosa. Extremadamente sospechosa, se dijo.

 

-¿Encontraron algo interesante, de casualidad?

 

Ambos dieron un respingo y se levantaron apresuradamente. Estaban notablemente sorprendidos de su presencia. Asintió con la cabeza de nuevo. Eso era bueno. La sorpresa llevaba al miedo y el miedo llevaba a la obediencia. Uno de los investigadores se rascó la cabeza, preparándose para lo que a todas luces era una conversación que hubiera preferido evitar.

 

—Señor, yo… Lamento decirlo, pero no tiene autorización para estar aquí…

—¿No me digas? ¿Y, exactamente, quién ha sido el que te ha metido esa idea en la cabeza?

—Pues, el Sjef a cargo…-Ohh, ya veo. Y dime, ¿Ves al Sjef a cargo por aquí?

—Seño*

—Veamos, por obstrucción a la justicia son unos diez ciclos, más otros quince por ataque a la nobleza. Y sin mencionar los cargos añadidos por soborno al dømme que te asignen… Yo diría que podríamos conseguir una ejecución pública de manera directa. ¿Qué opinan?

 

Ambos se miraron en silencio, con un terror mudo pintado en lo más profundo de sus ojos. Él se limitó a contar, en el más absoluto silencio. 

 

Uno.

 

Los seres humanos eran todos unos mentirosos. Y al final, solo hay dos tipos de mentirosos.

 

Dos.

 

Están los que tienen claro lo que son; aquellos que consideran la honra un lastre imaginario, y la honestidad una payasada de ingenuos.

 

Tres.

 

Y luego… está la masa, el resto, la mayoría. Gente con ego, con orgullo, que cree que aporta algo nuevo a la sociedad; algún valor moral, rectitud, honradez y otros ideales; todos recios como postes, todos echando perfume encima del estiércol.

 

Cuatro.

 

Pero lo cierto es que seguían siendo mentirosos. Todos estaban hechos de la misma clase de escoria. La única diferencia…

 

Cinco.

 

…era el tiempo que tardaban en darse cuenta.

 

—Hay restos… un líquido negro, muy espeso, en este rincón del cuarto. Le hemos hecho una inspección preliminar y...

—Aparta. Ya lo juzgaré yo.

 

Se inclinó sobre la estantería, con el ceño completamente fruncido. Observó atentamente la sustancia, viscosa y reluciente, que se movía ligeramente, como intentando llegar a alguna parte. La cosa estaba clara como el día.

 

—Necromancia.

—Señor, aún no podemos estar seguros; los análisis*

—Recuérdame, ¿Para qué os estamos pagando? Cualquier niño de la calle puede resolver esto por dos sølv sin necesidad de tanta parafernalia.

—Pero, las pruebas*

—Tengo ante mis ojos todas las que necesito. Más importante, ¿Dónde está la centinela que tenía guardia anoche? Porque dejar entrar a un nigromante en una de las salas más importantes de la ciudad no es precisamente un ejemplar cumplimiento del deber.

—Señor, esto… está pisando su sangre.

 

Miró por encima del hombro, viendo la enorme mancha roja en la moqueta. Sinceramente, le sorprendía no haberse dado cuenta antes. Había estado demasiado distraído.

 

Había cometido un error.

 

—Mucha sangre, pero ningún cadáver. Supondré que ahora disfruta de la no vida. Decidme, ¿Se llevaron algo de…?

 

—Señor.

 

Se dió la vuelta, encontrándose cara a cara con el gigantesco hombre uniformado que acababa de entrar en la estancia. Aunque su cabello se había tornado blanco con el tiempo y sus ojos eran de un tono marrón excesivamente vulgar, la peligrosidad que representaba en términos de combate era absurda. Llevaba sirviendo a su familia más de cuarenta ciclos. Era la rata perfecta: simple, leal, y mortal.

 

—Tú dirás, Alf.

—Señor Wenderkarp, su padre solicita de inmediato vuestra presencia.

—Estúpido viejo senil… Siempre en los peores momentos. Bien, caballeros, fue un placer conversar con vosotros. Confío en que tendré un informe detallado de todos sus hallazgos.

 

Los investigadores asintieron, temblorosos, y él abandonó la sala tal y como entró, siguiendo perezosamente a Alf. Browën Wenderkarp miró hacia atrás una vez más. Los pedazos de cristal que habían quedado en el marco parecían formar la tétrica silueta de un gigantesco murciélago.

 

"Bien, magos negros, si queréis uniros a la partida, el escenario es todo vuestro. Pero recordad… esta sigue siendo mi ciudad. Cualquiera que quiera jugar en ella… deberá ir pensando en pagar el precio."




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