Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo XI - Rufianes

Desde que entraron en la ciudad, ninguno de los dos había hablado mucho. Estaban demasiado sorprendidos por la atmósfera. No era que no hubieran estado en ciudades antes (después de todo, su academia estaba en una), pero aquella tenía algo en el ambiente que era completamente distinto a cualquier lugar que hubieran visto.

 

El bullicio de la capital los envolvía. Allá donde pusieran la vista, veían elegantes edificios en el más ruinoso estado, puestos de mercado levantados precariamente, procesiones que transportaban a los nobles en palanquines con un hombre al frente encargado de apartar a la multitud a golpe de látigo. Tabernas y burdeles cada dos pasos, palacios en mitad de los barrios residenciales y soldados de guardia que parecían más ladrones que la gente a la que vigilaban.

 

Eso era la capital de Nøard, la reina de la decadencia.

 

Tardaron un rato en darse cuenta de que estaba anocheciendo, y algunos momentos más en notar que caminaban sin rumbo.

 

—Esto… ¿A dónde estamos yendo?- preguntó Raven, con cierta incertidumbre. Su compañero se encogió de hombros, sin tener tampoco idea ninguna.

—Yo tengo que dar parte a mi superior. Vosotros solo me estáis siguiendo como los grandísimos idiotas que sois.

 

Ambos se miraron y sonrieron. Lydia se dió la vuelta, haciendo un mohín.

 

—¿Qué?

—Nada, es sólo… eres graciosa cuando te enfadas- contestó Bill, que apenas podía contener la risa.

 

Con un bufido que no habría avergonzado a un caballo de guerra, la hechicera echó a andar mucho más rápido, dejándolos atrás.

—Estupendo. ¿Tenías que decir eso? Ahora estamos en la ciudad del crimen sin guía.

—Cierto. Pero opinas lo mismo que yo.

Raven no dijo nada durante unos segundos, pero sus ojos eran bastante elocuentes para el arquero, que leía a su amigo como un libro abierto.

—Tienes un punto, supongo.

—Eso mismo estaba pensando.

—¿Hay alguna manera de que te calles?

—Bueno, la cerveza suele ayudar en las jóvenes noches cómo esta.

 

Bill salió corriendo hacia las luces de una taberna situada al final de la calle.

—¡El último invita!

El cazador gruñó algo. Los últimos tonos de rojo desaparecían ya de la vista para dar paso al manto negro y las estrellas que lo acompañaban. Lo cierto es que la noche era, en efecto, muy joven. 

Con una sonrisa apenas esbozada, siguió a su compañero al interior del edificio.

 

Las tabernas en Nøard eran exactamente iguales que las de los pueblos de la frontera; techos de madera, suelos de paja y tierra batida. Cerveza agria en las mesas, los suelos, los pocos bancos de la sala y por supuesto en las descascarilladas tazas de madera donde la servían. Humo allá donde miraras producido por las velas, antorchas y pipas del lugar. Y un montón de gente con cara de ser rufianes, ladrones y asesinos de baja estofa.

 

La única diferencia era que, en los pueblos de la frontera, la gente parecía sin llegar necesariamente a ser. Pero por lo que ellos sabían de la capital, las personas con las que estaban metidos en un cuarto no muy grande y lleno de alcohol y objetos contundentes, muy probablemente fueran rufianes, ladrones y asesinos de la más baja estofa.

 

A Bill no le importó lo más mínimo.

 

—¡Tabernero! Dos de la especialidad de la casa, si tiene usted a bien- el cazador se desplomó sobre un banco como si ya fuera el dueño del edificio.

—¿Modérate, quieres? Lo único que no necesitamos ahora es llamar la atención. No sería la primera vez que*

—Este sitio está ocupado.

 

Ambos se volvieron hacia la alta mujer de cabello plateado que les sonreía a un par de pasos. Iba muy elegantemente vestida para el antro en el que se hallaban, con un vestido rojo cuyos pliegues flotaban levemente sobre el suelo de forma hipnótica. Además… había algo en su cara… la manera en la que sonreía mientras los miraba y avanzaba hacia ellos… El instinto de Raven se puso alerta. No le gustaba esa mujer. Su compañero debió pensar lo mismo, pero no perdió su buen humor habitual. 

 

—Debo discrepar. Estaba completamente libre cuando hemos entrado.

 

Una pequeña vena marcada sobre su ceja fue el único cambio en la expresión de la mujer.

 

—Vamos, caballero. Usted tiene pinta de haber tenido una buena educación. Un noble, apostaría- Bill se tensó de manera apenas perceptible- Haga muestra de ello y desocupe esta mesa, querido.

—Va a ser que no. Mi culo está cansado del caballo, y no piensa levantarse hasta dentro de una hora por mucho que le ruegues.

—*Ay*. Målfor, cariño, estas personas se están mostrando muy irracionales. ¿Querrías enseñarles algo de amabilidad? Te lo agradecería muchísimo.

 

De la barra se levantó un hombre terriblemente musculoso. Y terriblemente alto: medía casi nueve pies, alzando su cabeza por encima de todas las personas de la sala. Se acercó lentamente a donde estaban, acallando los ruidos de la taberna con cada paso. Llegó a su altura, los puños apretados, como la estatua de algún héroe bárbaro de cuando el mundo era joven y no había fronteras. En la estancia se hizo un silencio total. Un bardo dijo algo que sonó como "Señores, no se peleen por mí", pero el cantinero lo silenció rápidamente. La atmósfera era sofocante, y los presentes comenzaron a caminar hacia atrás muy lentamente, intentando alejarse del epicentro del conflicto.

 

Los cazadores se miraron entre ellos una vez, y luego volvieron a mirar al gigantesco matón. Estaban sorprendidos. Uno no se encuentra todos los días a alguien cuya cara haya sido desprovista de todo rastro de piel o huesos dejando solo una angulosa calavera grisácea a la vista. Aunque el resto de personas presentes no parecían notar ese detalle.

 

—Al Helheim con todo- el arquero sacó una flecha del carcaj y en un movimiento casi imposible de seguir con la vista la clavó en el hombro de Målfor.




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