Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo XIII - Palacio

El edificio era gigantesco. Largos corredores se sucedían uno tras otro, en una interminable serie de tapices, jarrones y estatuas, cada una más ostentosa que la anterior. Cuando se quiso dar cuenta, Raven ya no sabía cuántas veces tenía que girar a la izquierda para encontrar el corredor que iba en paralelo con el perpendicular a la salida. Parpadeó un momento. Efectivamente, estaba completamente perdido. Sospechaba que el guía lo había hecho a propósito, para asegurarse de que no pudieran huir. El resoplido de Bill delante suyo unos momentos más tarde le indicó que su compañero había llegado a la misma conclusión. El arquero redujo el paso para ponerse a su altura.

 

—Déjame hablar a mí- le susurró. Raven asintió con la cabeza en señal de conformidad.

 

Finalmente, el guía se detuvo ante unas enormes puertas de doble hoja. Con una inclinación solemne, llamó a la puerta una única vez. Tuvieron que esperar un rato hasta que la puerta se abrió y pudieron pasar al interior de la sala.

 

El intenso resplandor dejó ciegos a los cazadores durante unos momentos. No era agradable entrar en una sala completamente chapada en oro y llena de antorchas cuando tú visión estaba aumentada. Finalmente, sus ojos se acostumbraron y pudieron echar un vistazo a la sala. Guardias escarlatas cubrían las paredes cada pocos pasos. Aparte de ellos, las únicas personas de la sala eran el propio Gobernador, sentado en un trono (dorado, valga la redundancia), y un hombre situado a su lado, de aspecto anciano aunque aún con energía en sus anchos hombros, vestido con un manto completamente gris. 

 

—Helos aquí, finalmente- el orondo hombre en el trono aplaudió un par de veces, lenta y pausadamente, con un deje de pereza en el gesto. El guía se arrodilló hasta que su frente tocó el suelo.

—Mis más humildes disculpas, Su Majestuosidad. Estaban detenidos por los fenger y debido a ello me costó un poco encontrarlos.

—¿Detenidos? ¿Y dónde está Lydia?

—Lo ignoro, Su Majestuosidad. Desapareció tras dar parte a su superior. Quizá ellos sepan algo.

 

Raven sacudió la cabeza, preocupado. Estaba seguro hasta ese momento de que la hechicera se hallaba en palacio a estas alturas de la noche. El solo hecho de imaginarla vagando en soledad por las calles de la capital a estas horas le molestaba, incluso aunque era plenamente consciente de que podía defenderse por su cuenta sin ningún tipo de problema.

 

—Qué remedio. Un saludo, cazadores de Sæth, y mis invitados. Me alegra sobremanera que hayáis accedido a venir a mí rápidamente y por propia voluntad.

—El placer es nuestro, Su Majestuosidad. No todos los días puede uno poner su humilde persona frente a alguien de tan noble alcurnia- como siempre, el pico de oro y la sonrisa falsa eran el hábitat natural de Bill. El nøardiano ni siquiera tenía claro el significado de la palabra alcurnia.  

—Veo que sabes hablar, hombrecillo. Pasemos pues al asunto que nos ocupa. He decidido concedernos el honor de contrataros para que realicéis un pequeño encargo para mí.

—Ciertamente nos honra su petición, Majestuosidad. Pero me veo obligado a rechazar está carga sobre mis hombros, ya pesados a causa de otros menesteres.

—Hmm, negativa; cortés, pero negativa. ¿Qué opina tu amigo, el rubio? ¿No pensará que es una insensatez rechazarme?

 

Raven se rascó la cabeza un momento, intentando leer el ambiente. Todos estos halagos irreales y apretones de manos con puñales ocultos en las mangas le ponían enfermo. El era una persona sencilla, que nada entendía ni quería entender del complejo juego del gato y el ratón en el que participaban la nobleza y los gobernantes. Decidió contestar de la manera más franca posible.

 

Ya hemos sido contratados hace poco, y según nuestros principios y las normas de nuestra institución no aceptaremos nuevos encargos hasta que acabemos este. Lo lamento- advirtió de reojo la mirada horrorizada del guía- su majestuosidad.

 

El ceño fruncido del gobernante no presagiaba nada bueno. El cazador observó por el rabillo del ojo como avanzaban los soldados de mantos rojos hacia ellos, con las alabardas bajando lentamente a posición de ataque. Se tensó por instinto, pero algo le decía que tendría serios problemas para alcanzar el arma de su espalda antes de que lo ensartaran. Los pelos de su nuca estaban completamente erizados. Jamás había experimentado eso delante de un humano cualquiera, respecto a los que era bastante superior en términos de combate. Algo en esos soldados apestaba a sobrenatural.

 

—Vamos, vamos, Gobernador, no deje que las descortesías de unos jóvenes extranjeros le depriman. Si el buey no va hacia los slakters, los slakters irán hacia el buey, como decía el bueno de Euripaldo.

 

El hombre vestido de gris había avanzado un par de pasos, y estaba ahora entre el trono y los invitados. Al ver el puño de su señor levantarse bruscamente, los guardias escarlatas cesaron en su avance y volvieron a sus posiciones. Raven se relajó un poco.

 

—Así está mejor. Bueno, resulta que yo sé perfectamente que negocios se traen entre manos estos apuestos, aunque maleducados, invitados. Y, si es tu voluntad, no me importaría acompañarlos y negociar los asuntos que nos atañen a nosotros, los grandes.

—Un momento, ¿Cómo sabes tú los detalles de nuestro contrato?

Tanto el Gobernador como su gris interlocutor ignoraron la pregunta del cazador.

—Hmmm. ¿No te importaría acompañarlos, dices? ¿Y cuál es el motivo que tienen para viajar cuando acaban de llegar al único lugar destacable en esta región de escuálidos y alimañas?

—Los han enviado para buscar al mitiquísimo Leviatán, esa ancestral criatura que, desde tiempos inmemoriales, mora en los cuentos que les narran los pescadores a sus hijos para que aprendan a temer a serpientes y tormentas.

 

El Gobernador se rió a carcajadas. El guía río con él, e incluso el anciano esbozó una sonrisa. Los cazadores se miraron el uno al otro, sin tener la más remota idea de cómo responder a la burla. Tampoco es que les hubiera servido de mucho tener algo inteligente que decir, a juzgar por cómo les habían ignorado momentos antes.




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