El sonido de su respiración no había perdido aún el poder de estremecerla. Lo oía a todas horas, puesto que nunca estaba demasiado lejos del anciano. Después de todo, llevaba más de diez inviernos cuidándolo, sin salir nunca de aquella casa. No desde que empeoró, al menos.
Antes de Skydom, su respiración era fuerte, incluso a pesar de la edad. Salía de viaje a menudo, a la zona más amable de la costa, donde los pueblos estaban más fortificados y los guardacostas aceptaban menos sobornos. Pero después de su encuentro con el Dragón de la Fatalidad, su respiración se había vuelto pesada. Con el tiempo, había ido a peor. Podía oír cómo luchaba por su vida con cada inspiración. Un sonido roto, antinatural, que recordaba más a la muerte que a la vida. Al escucharlo, el olor a enfermedad parecía penetrar en lo más hondo de su cerebro, agarrando con una mano putrefacta incluso su misma alma.
Mary no lo soportaba.
Se inclinó más sobre el suelo, frotándolo con ímpetu, en un intento de disolver aquellos pensamientos como lo hacía la espuma en el mármol blanco de aquel lugar. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El anciano, en la sala contigua, tosió de una forma especialmente desagradable. Probablemente había escupido la flema de sangre que lo había estado atormentado los dos últimos días. La sirvienta no se alegró en lo absoluto. No pasaría demasiado tiempo hasta que se le formara otra.
El ruido quedó ahogado de repente por el otro sonido que la mujer detestaba más que nada, más incluso que la escalofriante respiración del enfermo: el impacto de los talones de fuertes botas de cuero contra el pavimento. Se apresuró a agachar la cabeza cuando Browën Wenderkarp entró en la sala hecho una furia, con la capa negra ondeando cual bandera pirata que solo presagia muerte a los que la miran. Venía directo en su dirección; intentó apartarse, pero no fue lo bastante rápida, y su mano fue pisoteada con crudeza.
Se esforzó por no soltar ningún grito. Eso solo empeoraría las cosas.
El hijo del anciano frenó en seco, pasando su mirada por el suelo y atravesándola con ella como si la mujer fuera parte del agua de fregar.
—Alf.
—Señor.
—¿Por qué hay tanta basura tirada por el suelo?
—Lo desconozco, señor. Los motivos de su padre son para mí algo que ni comprendo ni deseo comprender.
El joven noble escupió en el suelo, pero pareció satisfecho con la respuesta.
—Bien, veamos qué es lo que quiere ese viejo arruinado ahora. Más vale que sea algo importante.
Con andares molestos, como si un plebeyo no le hubiera hecho una reverencia cuando pasaba, entró en la sala donde le aguardaba el anciano. No tardaron en escucharse fuertes gritos de discusión, y de jarrones tirados contra las paredes. Mary se concentró en el suelo todo lo que pudo. No quería escuchar. Si al salir el chico tenía la más mínima sospecha de que había oído algo, la mandaría directamente a la hoguera. Y aunque Mary odiaba su vida, aún no estaba lista para perderla.
No estaba segura de cuánto tiempo había pasado cuando oyó marcharse al joven Wenderkarp. Bastante rato, probablemente, porque ella ya había no solo fregado todo el suelo, sino limpiado el polvo de tres salas distintas. Suspiró con alivio. Cuanto más lejos estuviera ese bastardo de sangre podrida, más tranquila podría respirar ella.
Sin embargo, aquella no fue la última visita que tuvo el anciano aquel día.
Era ya entrada la noche cuando alguien golpeó la aldaba insistentemente. Mary estaba por dejar al extraño fuera (porque a aquellas horas bien podría ser un ladrón o un asesino, se dijo) pero reconoció su voz a través de la puerta y se apresuró a abrir. Al otro lado del umbral estaba una joven, de unos veinte ciclos más o menos, vestida con una casaca de cuero negro y una capa del mismo color. La capucha que llevaba no conseguía ocultar del todo los rubios mechones de su pelo, que a la luz de la luna, parecían hilos de oro entrelazados por el más experto de los artesanos.
—Buenas noches, Mary. ¿Está mi padre?
—En la sala de caza, señorita Lydia. La ha estado esperando.
—No le haré esperar más, entonces. Con permiso.
La mujer se apresuró para dejarle paso a la hija pequeña de los Wenderkarp. Mientras la veía andar hacia la sala que le había indicado, se maravilló de lo distintos que eran ella y su hermano. Verdaderamente, si Browën era un nido de krypandes, Lydia era el ángel de Glappnair que había descendido junto a los mortales para combatir los temores que los perseguían.
Mary tampoco escuchó la conversación de la chica con el anciano, ni se molestó en intentar calcular el tiempo que estuvieron charlando, con voces bajas y cargadas de emoción, sobre temas que la superaban ampliamente. Finalmente, la hechicera tuvo que irse a toda prisa cuando el emisario del Gobernador llegó para comunicarle su próxima misión.
"No soy la única que tiene un trabajo duro" reflexionó la mujer mientras llevaba al anciano Wenderkarp a su cama, apenas un triste vestigio de la pasada gloria que alguna vez fue. Igual que aquella casa.
"Que Jobber te proteja y te dé su bendición, querida niña; para que nunca te alcance la furia de aquel al que llamas hermano".