Siguieron la misma rutina durante tres días. Se levantaban apenas la luz del amanecer se filtraba por la ventana de su cabaña; tras vestirse en la semi oscuridad, salían y caminaban en el más absoluto silencio hacia la plaza, donde se batían en duelo ante la mirada de tenderos y pescadores que también abandonaban la cama al salir el sol. Cuando acababan el entrenamiento matutino, salían de patrulla.
Debido a la cercanía del Mar Gris, la niebla era abundante en la zona, propiciando la humedad necesaria para multitud de musgos y helechos que cubrían el suelo en todas direcciones. El terreno era algo accidentado, por culpa de las resbaladizas rocas que se ocultaban entre la maleza, así como la escarpada pendiente del fiordo, al este. Al oeste del pueblo, los lugareños habían conseguido una pequeña plantación de cereal, así como un molino. Los cazadores evitaban acercarse a esa zona; el espantapájaros que vigilaba aquel lugar solo permitía la entrada a los nativos de la aldea.
Unas cuantas millas al sur, no muy lejos del puente, un bosquecillo de pinos se alzaba solitario, como si quisiera combatir en altura con los lejanos picos de La Dentellada. En ese bosque habían descubierto el terreno de caza de los lobos sombra; espectros con forma de feroces lobos negros de ojos rojos, que podían atravesar paredes y volverse completamente invisibles en la oscuridad. También poseían la capacidad de teletransportarse a distancias cortas, viajando entre las sombras como una serpiente bajo el agua.
Se decía que los habían creado los nigromantes en uno de sus experimentos con la antivida, pero las criaturas eran tan peligrosas que muchas no habían tardado en salirse de su control. Ahora habitaban por todo Nøard, donde la ausencia de cazadores los volvía difícilmente vulnerables ante cualquier ataque de los humanos. Nadie sabía cómo seguían apareciendo más, a pesar de las grandes operaciones de limpieza que de cuando en cuando llevaban a cabo los cazadores. Y desde luego, los nigromantes no pensaban decirlo.
Lobbrock ya les había advertido de que no entraran en aquel bosque. Hacía ya tiempo que los espectros no se acercaban a la aldea, entre otras cosas, por el miedo instintivo que le tenían al troll. Si no recibían provocación alguna, los lugareños confiaban en que mantendrían sus cotos de caza lejos de sus familias. Raven no entendía cómo esa clase de relaciones funcionaban. Para él, los monstruos eran monstruos. Atacar a las personas estaba en su naturaleza, y la forma óptima de lidiar con ellos era clavarles un cuchillo en el pecho.
Pero también comprendía que ésta no era su tierra, y que no tenía derecho alguno a interferir en la vida de los que allí vivían.
De este modo, los cazadores patrullaban todo el área en varias millas a la redonda, en busca de cualquier señal de las alimañas que pululaban por toda la región. Aparte de un nido de krypande descubierto por Bill el tercer día de patrulla, no encontraron nada que pudiera perturbar a los habitantes de la zona.
El exterminio del nido les llevó un poco más de tiempo de lo esperado. Estaba ya avanzado el crepúsculo cuando finalmente regresaron al asentamiento, cubiertos de sangre de monstruo y deseando fervientemente tomar una buena comida caliente.
Cuando entraron en la plaza se sorprendieron de ver un gran número de niños reunidos ante la hoguera central. Los días anteriores, a esas horas sólo quedaban allí los pescadores que volvían del mar y los akkar, que llevaban los últimos cuatro días, según les habían contado, trabajando los huesos de la serpiente marina que habían matado en su última expedición. Curiosos, se acercaron a un tendero rezagado, que tenía dificultades desmontando su puesto, para preguntarle por el acontecimiento.
—Es tradición entre nosotros que cada noche de luna llena, la Feller se siente junto a la hoguera para narrar a los niños fábulas y sagas dignas del recuerdo; es lo que llamamos Kvelda- les explicó amablemente el hombre- Pero los niños no son los únicos que esperan con ilusión este momento. En las palabras de la Feller se halla una sabiduría profunda que a todos nos viene bien escuchar de vez en cuando. Os recomiendo quedaros, cazadores.
Siguiendo el consejo del tendero, ambos se apoyaron en la pared de una casa cercana. La noche no se hizo esperar, y pronto el anaranjado resplandor de la hoguera era la única fuente de luz en millas a la redonda. Las constelaciones fueron apareciendo una a una: el Lobo, el Dragón, la Emperatriz, y muchas otras, tejiendo el cielo de historias tan viejas como el mismo tiempo. Fue entonces, entre los susurros de expectación de los niños, cuando la Feller se levantó de entre ellos.
Era una anciana envuelta en una ajada capa marrón que se agitaba levemente, a pesar de la ausencia del viento. Aunque no era tan vieja como Klipper, Raven se sorprendió de su avanzada edad. Que la gente viviera tantos ciclos, especialmente en Nøard, seguía siendo un completo misterio para él. La Feller volvió a sentarse, esta vez sobre un gran taburete colocado allí para ese propósito.
—Sed bienvenidos, niños y niñas, a la reunión de hoy. Que Barner os proteja de los peligros de la noche hasta que vuestras manos puedan agarrar sin temblor el hacha, y vuestros pies aprendan a mantenerse firmes ante el horror. Se que para muchos de vosotros es vuestro primer Kvelda. Por ello, ésta noche narraré una de las primeras historias que este mundo ha conocido. La historia de la sombra y la llama. La historia de Ûdun, y el mal que trajo al mundo.
Apenas acababa de decir esas palabras, sus ojos se volvieron totalmente blancos, desapareciendo iris y pupila. Sentada como estaba, con las piernas cruzadas, comenzó a levitar sobre sus cabezas. Cuando volvió a hablar, su voz había adquirido un matiz sobrenatural que reverberaba en los huesos de aquellos que la escuchaban. El nøardiano no pudo reprimir un escalofrío; sabía exactamente qué historia iba a contar, y habría preferido no volverla a escuchar nunca.