Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo XIX - Pesadilla

Se despertó bañado en sudor, con la respiración más acelerada de lo que un corazón humano soportaría. Pero Raven no era humano.

 

Los recuerdos de su sueño se desvanecían, dejándolo sin nada a lo que agarrarse, como un viajero entre la bruma. No le hacía falta, tampoco. Desde el Desierto, sus pesadillas solían ser siempre las mismas.

 

Sin hacer ningún ruido para no despertar a Bill y a Rudeus, salió afuera de la casa que les habían prestado los aldeanos. La brisa proveniente del mar lo recibió, refrescándolo, diluyendo sus preocupaciones. El cazador lo agradeció sobremanera. Se quedó de pie un rato; desde donde estaba, podía ver las olas aparecer y desaparecer en apenas unos instantes, lamiendo suavemente la playa.

 

No había pasado mucho tiempo cuando advirtió la presencia de una figura tumbada sobre la arena. Estaba tan inmóvil que no la había detectado en un principio, pero ahora que se concentraba veía los destellos de pelo rubio que asomaban entre los pliegues de su capa.

 

Ella no lo oyó llegar, pero de algún modo sintió su presencia a su espalda, como un silencioso vigilante. Ninguno se movió. Impacientada, golpeó repetidamente el suelo a su lado. Bufó al sentir como titubeaba, sonriendo para sus adentros. Los cazadores eran seres curiosos, se dijo. No dudaban en hacer frente a horrores de todo tipo, pero ni siquiera sabían qué decir cuando alguien les daba las gracias o buscaba su compañía.

 

Dijeran lo que dijeran, en lo más hondo de su ser seguían siendo humanos.

 

Finalmente, Raven se tumbó a su lado. La hechicera chasqueó los dedos, y el nøardiano sintió como una manta de calor se posaba sobre ellos. Agradeció el conjuro con un gesto; el frío había empeorado bastante desde que salió al exterior.

 

—Cuando estaba en el Collegium me explicaron que las estrellas eran enormes piedras luminosas flotando sobre nosotros. Me enseñaron su composición, a orientarme con ellas, e incluso toqué el fragmento de una que había caído hace una eternidad sobre la tierra. Pero jamás me enseñaron los nombres de las constelaciones- Lydia soltó un suspiro. Aunque le había encantado su período de estudiante, siempre echaba en falta ciertas cosas que allí nunca pudo aprender- ¿Tú si las conoces, cierto?

 

El cazador no contestó al principio. Permanecía en silencio, reflexionando. Las estrellas brillaban sobre ellos, titilando como polvo mágico dejado tras el fugaz vuelo de un duende. La hechicera cerró los ojos, disfrutando del roce del viento. La noche estaba en paz.

 

—Allí, justo sobre el horizonte, la Emperatriz marca el camino hacia el norte. Cuenta la leyenda que hace muchos ciclos, una mujer proveniente del otro lado del mar intentó conquistar el mundo usando unos extraños artilugios manejados por enormes soldados metálicos llamados robots…

 

Durante un tiempo permanecieron así, tumbados sobre la arena, el hombro de él rozando el de ella cuando alzaba el brazo para señalar las estrellas que flotaban sobre ellos. Finalmente, Lydia interrumpió al cazador, su voz atenuada por la timidez.

 

—Esa cicatriz… ¿Cómo te la hiciste?- preguntó, señalando la línea blanquecina que recorría la palma de su mano en una curvada diagonal.

 

Raven bajó la mano de inmediato, y Lydia no pudo menos que lamentar haber arruinado el ambiente.

 

"El momento iba a acabarse tarde o temprano."

 

—¿Es de un Juramento, verdad?

—Yo…- el chico cerró el puño instintivamente. La duda cobró forma en su cara, y su ceño se arrugó, evocando un doloroso recuerdo- Es una historia muy larga. Y muy sangrienta. No creo que debas*

 

Ambos advirtieron de repente el vaho que provocaba su aliento. Alarmados, se levantaron. Ellos estaban protegidos por el conjuro, pero a su alrededor, toda la playa se había congelado. La arena había sido sustituida por gélida escarcha, y densos copos de nieve caían con suavidad sobre el agua.

 

Entonces, empezaron los gritos.

 

El cazador se llevó la mano a la espalda, maldiciendo. En su descuido, había dejado la alabarda, así como el cinturón de los cuchillos, en el pueblo. Solo le quedaba…

 

Lo extrajo de la caña de su bota. Era una hoja mellada, bastante larga, con una guarda sencilla y una empuñadura muy desgastada. La hechicera notó la energía que desprendía, y supo que estaba maldito por el Juramento. Supo sin ningún asomo de duda que Raven se había hecho la cicatriz con ese cuchillo, le había dado a probar su sangre. Sangre maldita por demonios.

 

Si se separara del arma, no llegaría con vida al siguiente amanecer.

 

Él salió corriendo hacia el pueblo, a pesar de las protestas de Lydia. Tras unos momentos de duda, lo siguió, con la magia crepitando entre los dedos. De algo estaba segura; Raven era terriblemente impulsivo, y terco más allá de toda medida. No podía dejarlo ir solo.

 

Dentro, todo era un caos. Los lugareños habían sido atacados en mitad de la noche, y se defendían como podían de los asaltantes. Entre ellos pasó un guerrero (Huggan, recordó Raven), que asestó un violento hachazo en la cabeza de la persona que tenían delante y se precipitó corriendo dentro de una casa cercana.

 

El cazador se inclinó sobre el cadáver rápidamente. Tenía la piel azul y los dedos morados, como si hubiera sufrido una hipotermia extrema. Además del golpe de Huggan, había perdido el brazo izquierdo a partir del codo, y el astil de una lanza sobresalía de su estómago.

 

El muerto abrió los ojos, vacíos de manera escalofriante, y agarró al nøardiano del cuello.

 

La chica gritó. Un momento tenso, un forcejeo. Un destello metálico, una mano azul. Y todo había terminado.

 

Acuchilló rápidamente sus rodillas hasta que dos satisfactorios crujidos le indicaron que se las había roto. Se volvió hacia Lydia, que permanecía de pie con las piernas temblando y la mirada completamente perdida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.