Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo XXI - Juramento

Hacía ya dos días que habían dejado la costa atrás, pero aquella gaviota obstinada seguía empeñada en seguirlos desde el aire. Le habían tirado piedras para espantarla y flechas para cazarla, pero había esquivado todos los proyectiles con movimientos amplios y lentos, como si no le importaran en absoluto sus míseros intentos de derribarla.

 

No habían sobrevivido ni cien personas. Navegaban casi a la deriva divididos en dos barcos, un pequeño pesquero y el Gavial, que remolcaba al pesquero. Rostros cenicientos se sucedían en todos los rincones del navío; gente que lo único que quería era encogerse en una esquina y llorar la pérdida de un padre, una madre, un hermano, un hogar. Su propio instinto de supervivencia era lo único que los movía, al ritmo del sonido de los remos cuando se hundían en el agua y del ruido que hacía el aire al mover las velas.

 

El clima se había burlado de ellos de un modo cruel. Un fuerte viento del sur había estado soplando desde que se hicieron a la mar, frustrando todos sus intentos de regresar a la costa. Una tripulación profesional quizá lo hubiera conseguido a golpe de remo, pero solo la mitad de los supervivientes eran marineros; y eso contando a los heridos. Por lo tanto, para ellos solo quedaba un destino posible; Middagstal, la Ciudad Balsa. El Fin del Mundo.

 

Aunque nadie lo mencionó en voz alta, todos tenían la esperanza de encontrar otra salida: de que alguna patrulla de los guardacostas de Condena apareciera y los llevara a tierra de nuevo. Pero los guardacostas nunca llegaron, y una amarga resignación se extendió entre los nøardianos.

 

El único motivo de alegría en medio del tedio en el que sumía el monótono Mar Gris a todos los viajeros, era la ausencia de monstruos y piratas durante el trayecto. Tuvieron suerte: en su estado eran presa fácil para un abordaje, o para un kraken. Incluso una serpiente marina de buen tamaño les habría dado serios problemas. Sin embargo, no avistaron ningún bajel pirata, y las pocas serpientes que vieron apenas llegaban a los diez pies; los proyectiles disparados por la catapulta las pusieron en fuga sin muchas dificultades.

 

Raven se desplomó sobre la cubierta, respirando entrecortadamente. Llevaba cuatro horas remando, sin descanso ni comida. Además, debido a los racionamientos de agua, ni siquiera de eso pudo llenarse el estómago. Y él era de los mejor estaban, gracias en buena parte a la sangre que corría por sus venas; muchos de los supervivientes colapsaban completamente cuando acababa su turno.

 

Bill se sentó a su lado, pasándole una tira de carne seca. Ninguno de los dos habló durante largo rato. Se limitaron a escuchar los graznidos que emitía la gaviota sobre sus cabezas mientras masticaban, intentando que la comida les durara lo máximo posible. Fue entonces cuando el arquero advirtió que la cicatriz en la palma derecha de su compañero había adoptado un horrible rojo brillante.

 

—¿Qué diablos? Oye, no me digas que*

—Él estaba allí- el nøardiano cerró y abrió la mano varias veces, con lentitud, mientras sus ojos se perdían en la inmensidad del horizonte- Podía sentirle cerca gracias al Juramento. Lydia tuvo que hechizarme; de no ser por ella, me habría lanzado a buscarle sin pensar en nada más. Pero, al final, me tocó pagar el precio- dijo, con un amargo sarcasmo en la voz.

 

Su amigo lo miró con seriedad unos momentos; después, sus ojos se desviaron a la caña de la bota del cazador, donde sabía que guardaba el cuchillo.

 

—Te dije que no lo hicieras.

—¿Y qué querías? ¿Qué pensabas que haría al ver algo como eso ante mis ojos… otra vez?

—Pero, igualmente, había… Podrías haber muerto.

—Lo sé, de veras. Te agradezco que te preocupes. Eres el único con el que puedo hablar y que entiende… todo. Tú y Domos. Sois mi familia. Lo sabes.

 

Ambos se abrazaron, de nuevo en silencio, buscando en el otro la fuerza para seguir adelante. La vida de un cazador común era cruel. La suya era diabólica.

 

—¡La veo! ¡La veo! ¡Nos acercamos a Middagstal!

 

Los dos se levantaron y corrieron hacia la proa del barco. Hoy, aunque el cielo estaba completamente nublado, no había niebla sobre el mar. A varias millas, podía verse: una enorme mancha negra, justo sobre las aguas. Los cazadores se agarraron los hombros, con el sarcasmo pintado en el rostro.

 

Era extraño que ir al Fin del Mundo, a estas alturas, les pareciera algo cotidiano.

 




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