Cazadores del crepúsculo: Leviatán

Capítulo XXIII - Middagstal

El ruido seco que hizo el banco contra el embarcadero resonó sobre el sonido de las olas y el viento. Muy pocos en el barco pudieron evitar compararlo con las campanas que usaban en algunas aldeas para anunciar una muerte.

 

El Fin del Mundo era un destino del que no se volvía.

 

Una pequeña comitiva se había reunido para recibirles sobre la húmeda madera del muelle. Los nøardianos los observaron, con algo de curiosidad que despuntaba por encima de la desesperanza y el hastío.

 

Los nativos eran tres. Ninguno de ellos era especialmente alto (no pasaban de los seis pies) y todos vestían túnicas de extraña manufactura y colores apagados: azul, gris, negro. En Nøard, esos colores solo los usaban usuarios de magia y otra gente de mala reputación, pero en Middagstal parecía ser la tendencia, como si sus habitantes quisieran fundirse con el neblinoso paisaje. De entre ellos dos portaban armas; guardias, según parecía por las ligeras piezas de armadura que llevaban. Sin embargo, ninguno parecía especialmente alerta. Observaban a los extraños como alguien observaría las nubes; nada más que parte de una rutina que se repetía día tras día.

 

El tercero llevaba un curioso gorro con una gran pluma de gaviota engarzada en él, dándole un cierto parecido a los bardos de su tierra. Desenrollando un largo pergamino, comenzó a leer alto y claro, elevando la voz hacia la gente de los barcos.

 

—Por orden de Su Alteza Real, el aclamado y reconocido rey Lionis II, se advierte a los extranjeros que han llegado a Middagstal, La Ciudad Balsa, El Mediodía del Océano; El Fin del Mundo. Asimismo, se les informa que según la ley de este reino, cualquier persona que desembarque en Middagstal pasa a ser ciudadano de la misma. Esto conlleva una serie de derechos, tales como educación, hogar, sanidad, etcétera. Sin embargo, entre sus principales deberes, está el de no abandonar la ciudad bajo ningún concepto o circunstancia. De intentar incumplir esta ley, el transgresor será condenado de manera inmediata con la pena de muerte. Si comprendéis y aceptáis esto, os invitamos a desembarcar y empezar vuestra nueva vida. Su Alteza Real ha hablado.

 

Nadie se movió. La gaviota que los había acompañado durante buena parte del trayecto soltó un graznido escalofriante, que cayó sobre cubierta como una barra de metal, seco y sonoro, con cierto aire fúnebre, como si de un cuervo de mal agüero se tratara. Finalmente, uno a uno, con las cabezas gachas, fueron bajando por una plancha de madera hasta el embarcadero. Jamás quisieron abandonar su tierra para no poder regresar jamás, separados por la inmensidad del Mar Gris; pero era preferible conservar la vida al hogar. Lobbrock y muchos otros habían muerto para poder darles ese tiempo, para preservar su vida. Era su deber vivir para recordarlos y honrar su sacrificio.

 

Cuando Lydia iba a bajar, Bill detuvo su brazo.

 

—No es necesario que tires tu vida de esta manera…- empezó el arquero, pero al ver a la hechicera sonreír frenó en seco.

—¿Tirar mi vida? Por favor. Necesitaréis a alguien para salir de aquí sin que os maten a ambos. Así que salvo que los cazadores podáis volveros invisibles o transformaros en bruma, voy a bajar de este barco. ¡Siempre he querido venir a la Balsa! Mi hermano se morirá de envidia cuando se lo cuente.

 

Rudeus bajó poco después, con la cara blanca como el papel. El cazador no podía culparlo; su vida era perfecta hasta hace poco más de una semana, y sin embargo ahora estaba separado de todo y todos cuanto conocía por miles de millas de agua, después de haber estado a unos instantes de morir. No era algo que cualquiera pudiera superar, por poderoso o sabio que fuera.

 

Finalmente, les llegó el turno a ellos. Se miraron, asintieron. Y uno detrás del otro fueron caminando, con lentitud, al mismo ritmo. Sabiendo que su destino no era quedarse en esa ciudad para siempre hasta morir de viejos. No iba a pasar mucho tiempo hasta que se escaparan de esa prisión color gaviota. Pero antes… tenían que comprobarlo.

 

Por la dirección del viento y de las corrientes, seguramente muchos icebergs pasaran cerca de la Balsa. Y quizá, aquello que los había creado se desplazara junto a ellos, buscando. Si ese era el caso, no podría ignorar un núcleo de población tan grande. Se desviaría, se relamería, se prepararía para atacar. Y entonces…

 

—Aquellos entre vosotros que se consideren ilustres pueden solicitar una audiencia con Su Alteza para comprender mejor el funcionamiento de su nueva vida. No olviden agradecer su grandiosa generosidad, al acogerles a ustedes en tan majestuosa morada.

 

Pocos nøardianos se mostraron interesados en la oferta. Los cazadores se pusieron detrás del heraldo. Lydia hizo lo mismo, y Rudeus los secundó poco después, dando pequeños traspiés al caminar. Finalmente, alguien más se unió al grupo; se trataba de Huggan, el guerrero que les había escupido cuando llegaron. Desde la muerte de Lobbrock, había asumido el mando del Gavial y el pueblo confiaba en él plenamente. Aunque Raven sabía que no estaba casado, le vió despedirse de una mujer que llevaba a un niño, de apenas siete inviernos, en sus brazos. Tras eso, se colocó detrás de los cazadores con un gesto hosco. Raven suspiró. Sospechaba que les culpaba a ellos del ataque contra su pueblo, pero no podía reprocharle nada.

 

En cierto sentido, tenía razón.

 

—Excelencias, si tienen a bien seguirme…

 

La comitiva caminó detrás del heraldo mientras los guardias de encargaban de alojar a los nuevos ciudadanos, de forma rápida y eficaz. En el caso de muchos, ahora tenían mejores casas que las que se construían por su cuenta cuando vivían en la aldea.

 

Aunque eso no podía siquiera acercarse a paliar el dolor de perder a un ser querido.

 

La ingeniería que había detrás de aquella ciudad era algo que ni siquiera los actuales pobladores sabían, les contó el heraldo mientras caminaban. Decían que los dioses la habían levantado hace una eternidad de ciclos, tantos que ya nadie recordaba cuántos. Sin embargo, no se extendió en su explicación, prometiendo contarles más cuando estuvieran en palacio.




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