Celda De Diamante

Cap. 3. Los cuatro amigos se juntan (parte 3)

—El perro intentó morderlo —la mano de Iker detuvo el movimiento con el que Elaine pasaba las páginas de algunos libros sobre los antecedentes del pueblo.

La consternada y fascinada oficial de policía levantó la mirada, sin embargo, con lo que pudo encontrarse fue con un par de ojos de suplicio, tristeza y decisión.

—¿De qué me hablas? —le apartó la mano de sus libros.

—Hardy ha intentado morder a Erick Howard.

—Iker, si me trataras de explicar las cosas te comprendería mejor. No te entiendo.

—Elaine, cuando Howard visitó a las Allen esta mañana, el perro lo atacó sin tener un motivo aparente. ¡Eso no es normal!

—¿Hardy, el perro de las Allen?

—Exactamente.

—¿Y qué tiene que ver eso con encontrar a Sara?

—No sé a ti cómo te educaron, pero a mí, mi madre siempre se encargó de decirme que los animales, sobre todo los perros, tienen un sexto sentido, y Hardy no fue la excepción. Tal vez el perro siente que Erick le hizo algún daño a Sara.

—Me dijiste que ese día que Sara desapareció, saliste a pasearlo. ¿Cómo es que el perro le tiene coraje a Howard, si ni siquiera presenció lo que sucedía? Además, Iker, no hay evidencias que demuestren que a Sara la secuestraron dentro de su casa.

—Lo sé, suena absurdo y un tanto irreal, pero no es la primera vez que un animal siente lo que le sucede a su dueño. No quiero precipitarme, pero qué tal si cuando Hardy estaba conmigo… Erick se estaba llevando a Sara. Erick fue el último en verla, Elaine, tienes que investigarlo a él.

—¡Iker, alto! Escucha, es normal para nosotros dos no querer ni por asomo a Howard, pero eso no nos da el derecho de culparlo sin tener evidencias. Y contrario a lo que me estás explicando, no Iker, los perros no sienten lo que les sucede a sus dueños. Hardy está reaccionando al estrés de la familia y a tu estrés, tanto que cuando Howard, al presentarse de nuevo en casa de las Allen, sintió el instinto de atacarlo porque el perro se siente oprimido por los sentimientos de ustedes.

—¡Por Dios, Elaine! ¿Qué otra cosa quieres que pase para que lo detengas? Digas lo que digas no me vas a sacar de la cabeza que Erick sabe algo sobre la desaparición de mi mejor amiga, y si tú no le sacas la verdad, lo haré yo.

—No se te ocurra tocarlo, porque si Howard pone una demanda en tu contra por agresión, no moveré ni un solo dedo para evitar que vayas preso.

—Entonces tú has algo. Llevamos diez días, Elaine, diez días sin saber nada de ella, y el tiempo se nos termina cada vez más.

11

Erick y Rubén volvieron a la casa Howard exactamente a las once cincuenta y cuatro de la noche. Los dos hombres se pasaron varias horas bebiendo café y comiendo algunas galletas antes de que el traslado se llevara a cabo. Finalmente, cuando el reloj marcó la hora indicada, Howard encaró a Rubén.

—Casi son las tres, ¿quieres que la comencemos a subir ahora?

Rubén se terminó por completo el contenido de la taza.

—Hagámoslo.

Sara dormía plácidamente hasta que sintió el pulso agresivo de dos pares de manos tirando de sus brazos y piernas. Cuando abrió los ojos, la mujer pudo hallarse con los dos hombres cortando el exceso de cinta industrial que les estorbaba.

—¿Qué está pasando? ¿Qué me van a hacer?

—Shhh. Cállate, no pasa nada —Erick volvió a la confianza del triclorometano; empapó de nuevo el pañuelo gris y después se lo puso en la nariz y parte de la boca.

La chica no demoró mucho tiempo en dormirse, el cansancio, la falta de alimento y el agotamiento contribuyeron a su pérdida de conocimiento; y en cuanto los dos compañeros se aseguraron que ya no iba a despertar, Erick pudo envolverla en las sábanas y frazadas oscuras. Rubén tomó parte de amarrarle las piernas y las manos, ponerle un trozo de cinta en la boca y asegurarse que su nariz permaneciera descubierta, pero cuando Howard levantó a la chica y la dejó caer arrojándola en el piso de su sala, el hombre demostró un severo y vorágine desagrado que atentaría contra todo.

—¿Qué? ¿La quieres cargar tú? —el desdén de Howard era insoportable.

Rubén no tendría reparos, deslizó sus brazos por debajo del capullo de sábanas y lo cargó hasta el auto negro.

La noche seguía siendo hostil, fría y aparentemente apacible. No había luces de coches rondando la zona. Ni siquiera los supuestos fantasmas que suelen aparecerse en las carreteras estaban buscando vehículos a los cuales accidentar. Todo parecía estar bien, los dos hombres vigilantes pensaron que lo habían logrado, llevaban más de media hora conduciendo y no había nada que los colocara en peligrosa evidencia, hasta que de repente, unos colores, azul y rojo, brillaron en el espejo retrovisor.

—¿Qué es eso?

—Nada, guarda silencio.

—¿Es una patrulla? Mierda, es un policía, es un maldito policía. Nos va a cargar. ¿Qué vamos a hacer?

—Te he dicho que te calles.

—¿Qué estás haciendo, por qué frenas? ¿Por qué lo haces?




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