Celda De Diamante

Cap. 6. Mientras tú te reíste de ella (Parte 1)

PRESENTE

Se prometió no salir, no ver y no decir nada. Byron esperaba sentado en el suelo de la bodega, sí, escuchó los gritos, las risas y burlas de tres hombres que atormentaban a una mujer, pero a pesar de que la culpa se lo comía vivo, no se atrevería a hacer o decir nada, pues lo que menos deseaba era tener problemas con Erick por romper el pacto. De repente, la puerta se abrió y Sara cayó al suelo, Erick venía detrás de ella, la sujetó para levantarla y estrellarla con todas sus fuerzas contra la pared.

—¡No, aléjate! ¡Déjame en paz! —la muchacha intentó defenderse, pero no pudo hacer nada cuando Rubén y Steven la sujetaron de los brazos.

—Vamos a jugar Sara —y después Howard se dirigió a sus compañeros—. Cuélguenla de las cadenas del techo. ¡Byron! tú ve a traer la manguera de agua que está afuera de la bodega.

—¡No! ¡Erick, no les dejes hacerme nada! ¡Por favor!

Steven y Rubén se reían. Entre los dos arrastraron a la chica de vuelta al cuarto, la colgaron como Erick lo había indicado y esperaron a que él aprobara dicha acción.

—¡Suéltenme! ¡Bájenme de aquí!

Steven la golpeó un par de veces, le dio algunas palmadas en los muslos, en las nalgas, los senos y en la espalda.

—¡Erick! ¡Erick! ¡Diles que me suelten!

—No grites Sara, me duele la cabeza.

Esta vez las cadenas la habían levantado aún más alto de lo normal; habían dejado a la muchacha literalmente colgando con los pies descalzos y el cuerpo semidesnudo.

—¿¡En dónde está Byron con la maldita manguera!?

Le fue difícil desenroscar el plástico, aquella manguera de agua había permanecido años enteros abandonada, incluso llegaba a ser sorprendente que todavía fuera capaz de bombear líquido desde la cisterna hasta la habitación del sótano. Cuando Byron bajó las escaleras, Erick se la arrebató y le dio el mando a Steven.

—Enciéndela.

Steven lo obedeció, dejó que el torrente saliera de golpe y bañara por completo a la mujer; la bañó desde sus pies, sus piernas, su cadera, su vientre y pecho, le mojó la cabeza y buscó la manera de que éste pudiera golpearle el rostro.

—¡Basta! —cuando se la retiraron, la nariz de Lizzy le comenzó a sangrar.

—¡Eres hermosa Elizabeth! —Steven y Rubén comenzaron a gritarle, obviamente ganándose un par de sonrisas de Howard.

—De verdad muy hermosa —Erick caminó hacia ella, se había quitado la camisa cuando comenzó a tocarle el cabello.

—Erick… por favor… —Sara lloró.

—Shhh, no te va a doler.

Y en un hostil arrebato, Elizabeth comenzó a jalarse, a moverse y a gritar por su vida. El hombre había sacado una daga del interior de su pantalón que le acercó peligrosamente al rostro, pues aquella navaja le traía espantosos y a la misma vez placenteros recuerdos de su pasado. Con sumo cuidado comenzó a separar distintos mechones de su cabello rubio, los fue agrupando en seleccionados espacios y los comenzó a cortar. Arrancó trozos largos y gruesos que arrojaba al suelo y que eran arrastrados por el agua hasta una pequeña alcantarilla.

—Eres hermosa —le repitió en el oído con la intención de burlarse de ella—. Vamos Sara, dilo. Yo sé cuánto lo deseas…

—No… por favor no.

Ella lo sintió, comenzó a llorar más fuerte cuando Erick le dio la vuelta acariciándole la cintura hasta quedar justo detrás de ella. Se bajó la cremallera del pantalón y volvió a susurrarle:

—Esto puede que sí te duela.

—¿Sabes qué es lo mejor de esto, Howard?

Erick se quedó quieto, completamente anonadado por aquella sorpresiva pregunta decidió detenerse y ponerle todo su jodido interés mediático. Lo había conseguido, Sara logró romper por lo menos durante algunos segundos con la seguridad de su captor.

—¿Qué?

—Que ya no soy virgen para que me lastimes. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas qué sucedió ese día?

Claro, el recuerdo que Erick jamás podría olvidar, el primer día que Sara destruyó su maldito ego y tendencia al control, el día de su primera intimidad juntos, y cuando Elizabeth le aseguró que no era su primera vez consolidando relaciones sexuales. Howard se puso errático, molesto y un signo de impotencia le consumió el cuerpo y la mente.

—¡Cállate! —la golpeó en las costillas y ella se quejó.

—No te gustó, ¿verdad?

—¡Te he dicho que te calles! —la tomó del escaso cabello que le quedaba y la jaló hacia él—. En tu perra vida vuelves a repetir eso, ¿entendiste?

Y sin perder más el tiempo, Erick comenzó a quitarse el cinturón de cuero. Aprovechó que la chica colgaba sin tener la posibilidad de defenderse y uno por uno comenzaron los abominables azotes. Sara gritó, gritó con todas sus fuerzas porque no fueron cinco o quince, fueron sesenta, sesenta golpes de látigo que terminaron dejándole la piel de la espalda roja y destrozada en varias líneas irregulares que le comenzaron a sangrar.

—¡AAAAH!

—Vuelve a repetir lo que dijiste, perra, ¡vuélvelo a repetir!




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