ERICK HOWARD
Cómo me hubiese gustado que mi vida pasara como cualquier otro niño. No quiero tener más traumas, más heridas y pesadillas en la noche, simplemente quiero que este infierno termine.
Nací en Alburquerque, Nuevo México, y hasta donde yo puedo recordar, siempre me sentí infeliz. Recuerdo que mi abuela solía cargarme, me levantaba y aludía mis impresionantes ojos azules, decía que era suerte que mi madre los heredara y ahora yo siguiera con la tradición. Ella era una mujer llena de vida, le gustaba reír y cocinar costillas de res en una vieja parrilla que guardaba en el jardín de su casa. Pero lo que no sabía, era lo que vivíamos mi madre y yo a puerta cerrada. Jadela dijo que se había casado enamorada, pero nunca se lo creí, a decir verdad, jamás entendí por qué se casó con Brandle cuando lo único que él hizo fue maltratarnos, y lo que hasta la fecha me sigo cuestionando es, ¿por qué lo dejó pegarme tanto? No lo entiendo, de verdad que no.
Mamá nunca quiso que mis abuelos supieran la relación tan dañina que la estaba consumiendo, así que un día de 1980 tomamos nuestras maletas, a Brandle y nos mudamos a Dallas, Texas.
Detesté Dallas desde el primer día que llegamos, nosotros vivíamos en un lugar apartado, el piso era de tierra y me molestaba el barro que generaban las escasas lluvias, al menos en casa de la abuela podía sentarme en los escalones y el agua me mojaba sin ensuciarme de más. Volviendo a Dallas, el clima era espantoso, hacía calor las veinticuatro horas del día y todo parecía estar árido, era lógico, vivíamos a los alrededores de la ciudad; ya lo había mencionado, ¿no?
Durante mi adolescencia me hice de algunos amigos no muy sanos, normalmente eran drogadictos que se hallaban en las calles, fue en uno de esos lugares que conocí a Matthew Grey, Pono, y creo que fue con el hombre que más me sentí cómodo. Matthew era raro, no sé cómo describirlo, pero era el tipo de persona que cuando necesitabas un favor, no dudaba en ayudarte, siempre y cuando le compraras una hamburguesa, o al menos a mí era lo que siempre me pedía. Jamás llegué a consumir drogas u otro tipo de adictivo, me repugnaba la idea de parecerme a mi padre en cuanto probara alguna de esas cosas.
Cuando recién llegamos a Dallas, pensé que mis padres no me enviarían al colegio, era lógico, nos habíamos mudado y mi madre ya no vivía bajo las órdenes de mi abuela, quien muy seguramente la hubiese obligado a que me enviara a los primeros años de mi vida estudiantil. Perdí tres años, y no fue hasta 1983, a la edad de ocho años, que ingresé al jardín de infantes.
Terminé la universidad en el año 2000, nunca lo desee comentar con nadie, pero aquello me hizo sentir feliz. Es verdad, no me presenté al baile de graduación, pero desde donde yo estaba, agradecía el poder haber terminado con excelente promedio. El dinero que pagó mi universidad había sido gracias a unos fondos ahorrativos que mis abuelos habían dejado como herencia a mamá y a otro hermano de ella. Mi abuela murió en 1991, cuando yo tenía dieciséis años, a causa de un paro respiratorio, y casi después de su muerte, mi abuelo se fue siguiéndola. Creo que hasta este momento Jadela no había entendido el concepto de amor verdadero, pero mis abuelos sí. Supe desde ese momento que mi vida se vería muy limitada, no tendría a dónde ir cada vez que me sintiera presionado por las manos violentas de Brandle, y con el hermano de mamá, no pensaba acercarme, el alcohol nunca fue de mi agrado, y el cigarrillo menos.
Durante mis años universitarios llegaron los que serían los mejores pilares de mi vida. Steven Ross y Byron Russell aparecieron cuando más los necesité, ellos vieron a través de mí, y, pienso que al final de cuentas mis demonios supieron comunicarse con los suyos, pues al igual que yo, ellos tampoco tenían una historia bella para contar. El que sí era diferente a todos nosotros, fue Rubén Helman. Rubén llegó, si mal no lo recuerdo, en el verano de 1998. Puede que en esta historia te haga referencia de algunas fechas importantes, Elaine, sin embargo no te aseguro que esté en lo cierto, a veces pienso que tengo una muy mala memoria.
Éramos iguales, pero a la misma vez éramos tan distintos que me sentía aterrado. Steven, por ejemplo, siempre fue el seguro, el que se la pasaba hablando ante cualquier problema y lograba controlarnos. Es cierto que mi amigo tenía, o más bien, tiene un severo problema de adicción a la pornografía y contenido erótico, pero siempre logramos convivir con eso y sus docenas de revistas pornográficas regadas por todos lados. Byron en cambio, me daba risa que solía ser todo lo opuesto a Steven, él siempre estaba callado, prefería permanecer escondido en cualquier rincón de cualquier lugar, y sólo hablaba con quienes se sentía en confianza, y para aclarar, nosotros éramos esa confianza. Rubén (fíjate Elaine cómo se me ha pintado una sonrisa en los labios) era una mezcla de todos; la perfección en cuestión de apoyo moral y recreativo. Casi todo lo que obtuvimos después fue gracias a él; los paseos en coche, la comida caliente de una madre preocupada, los cumplidos de un padre cariñoso, y el poder celebrar en una casa decente, sin miedo a ser tomados por una sorpresa desagradable. Ahora terminemos conmigo, ¿qué era yo en ese grupo lamentable? ¿qué era? Soy la ironía del rostro, el atractivo de los cuatro que conseguía sostener un estatus en el recinto estudiantil. Era el que le daba un nombre y rostro al pequeño grupo de olvidados.
Ahora que lo recuerdo (me he recargado sobre la mesa, Elaine no me ha puesto las esposas aun, y de alguna forma se lo agradezco, no me gusta tener las manos juntas, me da impotencia) una vieja remembranza de cuando Rubén había llegado recientemente. Recuerdo que Steven no paraba de molestarlo alabándome y diciendo que todas las mujeres del campus estaban locas por mí, sobre todo Sara, y eso será una historia que más adelante voy a contarte. Steven lo puso a prueba, más bien, a mí me puso a prueba, los cuatro caminamos hasta las gradas del estadio de futbol, y cuando llegamos, Bill Stefan se lucía frente a un grupo considerable de porristas y público femenino. No ahondaré en quién era Bill Stefan, puesto que tú lo conociste muy bien, Elaine. Bueno, siguiendo con mi historia, la sonrisa del Mariscal de Campo se desvaneció cuando el grupo de porristas dejó de corear su nombre y pasaron a gritar el mío. Yo no hice nada, ni siquiera sonreí o saludé, solamente existí y eso fue suficiente para recibir piropos, aplausos y cumplidos de todas esas mujeres que se proclamaban admiradoras de él. Es precisamente aquí donde los demás chicos del campus comenzaban a hacerse juicios de por qué prefería estar con un grupo de inadaptados y raros, a estar con los jugadores de futbol americano. Y sí Elaine, sí tengo una respuesta para ello; era por la misma razón que una mujer lo hace, con ellos me sentía cómodo, me sentía feliz y tranquilo de revelarme, de ser yo sin miedo a ser juzgado o rechazado. Ellos siempre serían parte de mí, y muchas veces fueron mis sentimientos.
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Editado: 07.05.2024