Entre las rejas de acero y los pasillos color plata que ornamentaban a la Institución Correccional de Columbia, se escuchaban perfectamente los fuertes barullos y piropos que eran lanzados por los presidiarios del lugar. Erick estaba consciente de lo que suelen hacerle al tipo de criminales como él en esas cárceles, sobre todo a los violadores.
Las apariencias de los reos atemorizarían al más grande de los hombres. Se divertían silbando, vulgarizando y riéndose del precioso hombre blanco de ojos azules que entraba esposado al resguardo de varios policías más. Nunca en su vida, Erick se había visto tan atractivo como en aquel día, ya que su perfecto cuerpo vestido con el uniforme del penal le hizo tener un apropiado contraste con las paredes platinas y brillantes. Con el símbolo del desdén estampado en la frente, caminaba tranquilo por los pasillos, evitando ser tocado por las manos y pies que sobresalían de las rejas.
Ambos policías se detuvieron, pararon en seco y abrieron la reja de una de las celdas, que para fortuna de Howard, estaba vacía.
—Bienvenido a tu recámara, precioso —los guardias se burlaron de él.
Erick caminó al interior, le quitaron las esposas y volvieron a cerrar la reja, dejándole en una penumbra tardía. El sol brillaba allá afuera, y él lo sabía porque antes de entrar, una camioneta especial de contención lo trajo hasta aquí, sin embargo, ahí encerrado era imposible que pudiese avistar cualquier destello de luz.
El primer día del resto de toda su vida.
Evoquemos la frase de la confesión, y la cual no dejó de escribirse en los periódicos, revistas de crímenes y pronunciarse en los televisores como un subtítulo del real acontecimiento. La frase que él mismo había recitado y en la que incluyó el nombre de varios asesinos en serie reales tomados de diferentes países y diferentes tiempos de la historia.
Para repetir es necesario escuchar primero, y esto significaba que Howard conocía a todos ellos, o que en algún momento de su insana vida había escuchado hablar de alguno de sus nombres. ¿Por qué los mencionó? ¿Qué relación tenían ellos con lo que le estaba sucediendo? Pues bien, lo que tienen en común todos ellos; Dennis Rader, Andrei Chikatilo, Ted Bundy, Charles Manson, John Gacy y Jeffrey Dahmer, es que nunca se arrepintieron de sus crímenes, con varias víctimas letales que jamás pudieron escapar a sus verdugos se posicionaron en un lugar infame y aborrecido por muchas personas. Sin embargo, y rompiendo totalmente con esta afirmación, Elaine abofeteó con guante blanco el alto podio en el que Erick se había subido solo. Erick no era como ellos, no formaba parte de ellos, porque para reafirmar y sostener el diagnóstico que el psiquiatra Gerard Turm le hizo al asesino, Erick no era ni nunca sería un psicópata por más que él declarase serlo. Sus sentimientos, por muy escasos que fuesen, estaban ahí, y eso era algo a lo que él jamás podría escapar.
—«Ven a cumplir tu promesa. Tienes que cumplirla».
Abrió los ojos de golpe, cegados por el pesar de la noche al escuchar esa voz que nunca esperaba volver a recordar. El cuerpo le temblaba, tenía toda la playera mojada de tanto sudor y el cabello se le pegaba a la frente.
—¿Sara? —preguntó y se puso de pie.
—«Erick» —la voz fantasmal respondió dentro de su cabeza.
—Lárgate Sara, déjame en paz. Tú estás muerta.
—«Dijiste que cuidarías de mis sueños».
—Pero no así. No me hagas esto Sara, no tú.
Se dejó caer, con su espalda contra la pared y sus manos en el piso. Uno más, un demonio espectral más que se anexaba a su cabeza, que insultaba y agredía la seguridad y el espacio cerrado de su mente. Las primeras noches dentro de la institución de Columbia fueron extremadamente difíciles, casi de la misma forma que lo fueron las de Amalia y Roxana Allen. Howard no solo estaría condenado al encierro perpetuo, sino que también pagaría una espantosa condena en su pesar, una promesa de un falso amor.
—¡Hora del baño! ¡Vamos, levántense! —no supo en qué momento se le fue la madrugada. Apenas había cerrado los ojos cuando el grito del guardia lo despertó.
Erick caminó presuroso, con los dientes titiritando de frío por los pies descalzos sobre el azulejo y la mirada perdida evadiendo a todos esos hombres desnudos que se tocaban sus propios genitales. Por primera vez luego de tantos días, tuvo en cuenta todo lo que había perdido.
Cuando abrió la ducha, no pudo reprimir un pequeño gruñido que abandonó su pecho, el agua estaba helada y su jabón tenía unos cuantos cabellos que parecían ser de una zona púbica. Asqueado se comenzó a frotar, primero los brazos, el pecho y por último sus piernas, intentaba imaginar que aquel cubículo en el que lo obligaban a bañarse estaba cerrado, que los reclusos a sus espaldas no le miraban las nalgas y que el maldito jabón no se le había resbalado de la mano y se le había caído al suelo. El hombre se mordió la lengua, apretó los ojos y solo entonces después de constatar que nadie lo estuviese viendo, fingió rascarse la rodilla y recuperar prontamente la espantosa barra de jabón que le habían entregado. Finalmente terminó de lavarse el cabello, salió de la regadera y tomó su tiempo para pasar al único espejo del lavamanos, cuando de repente…
Este juego es de dos, maldito bastardo
Vas a pagar lo que le hiciste a las Allen
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Editado: 07.05.2024