Ceniza y Sangre

CENIZAS

II

MORGAN

La luz tenue de las antorchas parpadeaba contra las paredes de piedra de mi cabaña en ruinas. El ambiente era denso, aún sin salir de aquí lo podía notar. Me levanto del colchón y me doy cuenta que aún sujeto el collar entre mis manos. Lo meto de nuevo dentro de mi camisa y salgo de mi escondite. Camino con paso firme por el pasillo.
Me acuerdo de la corta conversación que tuve con Aidan, él ya me había reprendido delante de todos como si fuera una niña, y aunque se que lo hace por mi seguridad, eso no calma el fuego que arde en mi pecho.

Paso frente a dos vampiros que bajaron la mirada al verme.
Soy consciente de que mi reputación no es la mejor entre los transformados. Muchos me consideran una debilidad dentro del grupo, incluso me atrevo a decir un estorbo. Una novicia que no termina de aceptar lo que es. Pero lo que no saben —lo que nadie sabe— es que yo no temo a la oscuridad que me rodea… temo a lo que siento dentro de mi misma.

El pasillo parece interminable, cada paso que doy resona en mis oídos como un eco. Todo esta tan callado, tan lejano. El aire frío de la caverna me envuelve, pero no podía enfriar algo que ya está muerto. El enfado que siento, rencor y odio es lo único que me mantiene "caliente".

Llego a mi habitación y, con un golpe, cierro la puerta tras de mi. La oscuridad de la sala se sintió acogedora, aunque me resulta irónica. Busco la sombra como si la luz fuera la que me habia abandonado. Me dejo caer sobre la cama de piedra, las mantas gruesas la cubren de un frío que parecía calarme hasta los huesos.

El colgante de mi madre cae sobre mi pecho, como siempre. Lo aprieto entre mis dedos, buscando en él el consuelo que hacía tiempo había dejado de encontrar. Era una pequeña reliquia, una joya que aún mantenía la conexión con su pasado y que le permitía recordar a mi madre, un pasado que parecía cada vez más lejano, cada vez más difuso. Pero el colgante me recordaba que, aunque había cambiado, había algo dentro de mi que seguía siendo humana.

Un golpe en la puerta me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Qué? —gruño, sin levantar la vista.

—Morgan —dijo la voz grave de Aidan desde el otro lado—. Déjame entrar.

No respondo, pero tampoco lo detengo cuando la puerta se abre. Aidan entró con su presencia imponente, vestido aún con la ropa de caza, la capa negra como la noche cayendo por su espalda. Su figura se destacó en el umbral, una sombra contra la luz de la antorcha, una presencia que no podía ignorar.

No me moví del lugar en mi cama, pero mi corazón aceleró el ritmo. No quería mirarlo, no quería que viera la rabia que sentía, pero era imposible evitarlo. Aidan siempre tenía esa forma de hacerme sentir, como si todo lo que pensara y sintiera estuviera expuesto a su mirada.

—No puedes salir sola al bosque —dijo él, sin rodeos—. No eres una cazadora entrenada.

—No soy una niña —repliqué, incorporándome, ahora mirando fijamente a Aidan—. Y no necesito que me vigiles como si lo fuera.

El tono de su voz era bajo, controlado, pero sabía que dentro de él algo se estaba rompiendo. Sus ojos oscuros estaban fijos en mi, observándome, pero había algo más en su mirada. Era como si entendiera, como si lo que yo había hecho le afectara de una manera que no quería admitir.

—Podrías haber muerto. O peor.

—¿Peor que morir? —rei, sin humor, sacudiendo la cabeza—. Créeme, Aidan, lo he visto.

Aidan dio un paso hacia mi, cerrando la distancia. No con agresividad, sino con algo más… contenido. Su voz bajó, y por un momento, me sentí vulnerable ante él.

—No entiendes lo que hay allá fuera. Los purasangre están en movimiento. Ya no se esconden. Si uno de ellos te encuentra…

Aprieto los dientes, la rabia de nuevo burbujea en mi pecho. Ya estoy cansada de escuchar esas advertencias, esas palabras que me trataban como si fuera una niña aterrada. Sabía lo que significaba ser una vampiresa, lo sabía desde el momento en que mi mundo se derrumbó y mi familia fue destrozada por esas mismas criaturas.

—¿Me matará? Lo sé. Me lo han dicho mil veces. Pero tú no entiendes, Aidan. Yo ya fui asesinada una vez, ¿recuerdas? La noche en que arrasaron mi aldea… yo morí. Lo que queda de mí es solo ceniza.

Aidan me miró, en silencio, como si esas palabras lo atravesaran. Entonces, con una calma que ocultaba mil emociones, dijo:

—Tal vez… pero las cenizas también pueden arder otra vez.

El aire en la habitación se volvió espeso, como si las palabras de Aidan hubieran llenado cada rincón. Lo observo fijamente, sin saber si quería creerle o si simplemente estaba cansada de pelear. Nadie, ni siquiera Aidan entendía lo que yo sentía. No solo estaba perdiendo mi humanidad, estaba perdiendo lo que me había hecho vivir.

Aidan dio un paso atrás, y noté que no había rabia en su rostro, solo una tristeza que él no quería mostrar. En su silencio, la habitación volvió a llenarse de distancia, de lo que no se decía.

—Piensa en lo que te dije, Morgan. —murmuró él antes de girarse para irse.

Me quede allí, mirándolo alejarse, y por un momento, deseé que las palabras de Aidan tuvieran algún efecto sobre mi. Pero la verdad era que, a pesar de todo, yo no podía olvidar lo que había perdido. No podía olvidar la ira que se acumulaba dentro de mi, ni la rabia por las cosas que no podía cambiar.

Cuando la puerta se cerró detrás de él, permanecí inmóvil, mirando el colgante entre mis dedos. La niebla de la oscuridad envolvía la habitación. No iba a dejar que Aidan, ni nadie, decidiera por mi No iba a rendir me. No aún.

Pero el eco de las palabras de Aidan seguían resonando en mi mente.

“Las cenizas también pueden arder otra vez.”

Y, tal vez, si la ceniza de mi alma pudieran arder una vez más, se convertiría en una llama tan feroz que no habría nada que pudiera apagarla.




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