Ceniza y Sangre

SOMBRA

IV

MORGAN

Aveces es mejor pedir ayuda que ahogarse solo/a.

El aire olía a madera vieja y tierra húmeda. Abrí los ojos lentamente, con la garganta seca y una extraña sensación punzante en las sienes. Todo se sentía extraño, como si el mundo hubiera cambiado ligeramente de forma mientras yo dormía, ya no me dolían las costillas pero seguía débil.

El techo de madera crujía suavemente sobre mi cabeza. No era piedra. No era mi habitación en el campamento. Me incorporé con esfuerzo, cada músculo protestando como si hubiera sido arrastrada por kilómetros. Apesar de no sentir el dolor interno en mis costillas, lo siento en exterior.
Me miró la piel descubierta para verificar si no estoy quemada. Efectivamente, no llegué a tocar el sol.

Eso fue lo primero que me hizo tensarme.

Estaba bajo techo, protegida por unas gruesas cortinas negras que cubrían por completo las ventanas. Aún así, la luz se colaba en finas líneas que atravesaban las grietas de la madera, como cuchillas doradas. Me quedé quieta, respirando despacio —más por costumbre que por necesidad-, intentando recordar lo último que había pasado.

Lobos.

Había salido del campamento, impulsada por el mismo fuego que siempre me empujaba a ir más allá. Necesitaba sentir el bosque, la adrenalina, la promesa de algo más que la rutina del campamento y las miradas desconfiadas de los otros vampiros.

Y los encontré.

Una manada de lobos —no simples bestias salvajes, sino los otros. Licántropos. Mutados, inestables, con los ojos llenos de furia animal. Me persiguieron durante lo que pareció una eternidad. Yo corría, pero el amanecer se acercaba, debilitándome. Mis pasos se volvían torpes, mi cuerpo más lento. Y entonces... oscuridad.

El recuerdo de unos ojos color dorado atravesó la neblina de mi memoria.

Alguien me había encontrado.

Me obligué a salir de la cama. Estaba vestida con ropa limpia —camisa negra, pantalones oscuros—, y mi herida había sido vendada. Me llevé una mano al costado, palpando la tela con cuidado. Alguien se había tomado la molestia de curarme. Algo en eso me inquietó más que si me hubieran dejado morir.

La puerta se abrió con un leve chirrido. Me giré de golpe, instintivamente en guardia.

Y entonces lo vi.

Apoyado con naturalidad en el marco de la puerta, con una calma tan peligrosa como seductora, estaba él.

Pelo oscuro, corto y rapado ligeramente desordenado en la parte superior, como si el viento jugara con él todo el tiempo. Ojos dorado como la miel bajo la luna. Su piel era pálida, sin una sola imperfección, y su aura... su aura era distinta. Como si el aire se volviera más denso a su alrededor. Era imposible no notarlo.

Un purasangre.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Retrocedí un paso.

—No te haré daño —dijo él, con una voz suave, profunda, pero firme como piedra bajo el agua.

—¿Quién eres? —mi voz salió más áspera de lo que quería.

—Shadow.

Ese nombre flotó en el aire como si ya lo conociera. Como si el bosque mismo lo hubiera susurrado alguna vez.

—Me encontraste —murmuré.

Él asintió con lentitud. Dio un paso hacia el interior de la cabaña, y sentí una oleada de energía recorrerme. No era amenaza, no exactamente. Era... poder. Crudo. Incontenible. Pero contenido.

—Los lobos estaban demasiado cerca —Dijo.— No iba a dejar que te devoraran.

—¿Por qué? —pregunté, clavando los ojos en los suyos.—¿Qué importa una transformada para alguien como tú?

Una sonrisa breve, casi imperceptible, curvó sus labios.

—No lo sé aún. Pero había algo en ti... que me impidió marcharme.

La habitación pareció contraerse por un segundo.

No supe qué decir.

Shadow se acercó a una mesa y dejó sobre ella una copa de barro. El aroma a sangre fresca llenó el aire. Mis colmillos reaccionaron de inmediato, bajando apenas. Él notó el cambio, pero no dijo nada. Sólo se volvió hacia mí y me ofreció la copa.

No la tomé.

—No bebo de nadie sin permiso—dije. —Tampoco sangre humana.

—No es mía —respondió, y por primera vez su voz tuvo una nota grave, casi divertida.— Es de ciervo. Fresca. No te preocupes, sigo respetando los códigos... por ahora.

Tomé la copa con manos temblorosas. Bebí despacio, y el calor me devolvió una pizca de fuerza, de claridad. Mis pensamientos se organizaron lo suficiente como para hacer la pregunta que me rondaba desde el momento en que abrí los ojos.

—¿Dónde estamos?

—Lejos del campamento de los transformados. En un territorio neutral, por ahora.

Me tensé.

—¿Cómo sabes que soy transformada?

—Porque aún hueles a humanidad.

Eso me dolió más de lo que debía.

Shadow me miró con una intensidad que me dejó clavada en el sitio. No había juicio en su expresión, pero sí una curiosidad inquietante. Como si intentara ver a través de mí.

—Tienes una guerra dentro, Morgan. Se nota. Pero esa guerra no la vas a ganar sola.

El sonido de mi nombre en su voz fue como un golpe suave y certero. No sabía cómo lo sabía. Tal vez lo había escuchado en el campamento. Tal vez lo había adivinado. O tal vez... lo sabía desde siempre.

—No necesito a nadie —dije, dejando la copa sobre la mesa con un golpe seco.

—Entonces mueres sola.

Sus palabras no fueron crueles, pero sí verdaderas. Tan verdaderas que dolían.

Shadow se giró y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo.

—Cuando estés lista,saldré a cazar contigo.

Y desapareció en la luz tenue del amanecer, dejando atrás la promesa de algo que no entendía del todo, pero que ya empezaba a quemarme por dentro.

Me quedé allí, inmóvil. Aún sentía la presencia de Shadow, como si su sombra se hubiera impregnado en las paredes de la cabaña, como si el eco de su voz se negara a desvanecerse.

Obligue a mis piernas a sostenerme. Recorrí la cabaña con la mirada. Había un hogar encendido en la esquina, una piel de oso extendida junto a él. Encima de una mesa de madera, descansaban libros antiguos, plumas y botellas con tinta oscura. Todo estaba cuidado con una precisión que me incomodaba. No esperaba encontrar belleza en un lugar así, ni calidez. Y sin embargo, la cabaña tenía ambas cosas.




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