V
MORGAN
Desperté con el suave crujido de la madera y el aroma a tierra húmeda filtrándose por las rendijas de la cabaña. La nieve seguía cayendo fuera, cubriendo el bosque como una mortaja blanca.
Durante un segundo, no recordé dónde estaba. Todo parecía demasiado... tranquilo. Pero entonces lo sentí: el ardor sordo en mis venas, la familiar incomodidad del hambre, la memoria del frío metal de mi colgante entre mis dedos.
Y recordé a Shadow.
Me incorporé con lentitud. La manta gruesa aún me cubría, y por primera vez en mucho tiempo no sentía el cuerpo entumecido por el suelo de piedra ni por las miradas ajenas. La habitación era simple: una cama rústica, una silla, una estantería con más libros de los que habría imaginado encontrar en el bosque. La madera crujía con cada paso que daba.
Salí de la habitación descalza, con el pelo desordenado y la ropa arrugada. Me sentía más humana que nunca. Tal vez eso era lo que más me asustaba.
Encontré a Shadow de pie junto a la chimenea, avivando las brasas como si no llevara horas ahí. Se giró apenas cuando me escuchó, su perfil recortado por el fuego.
—Buenos días —dijo, sin volver del todo la mirada.
—¿Tú duermes? —pregunté, antes de poder contenerme.
Shadow dejó el atizador a un lado y me miró. No sonrió. Él no era de esos. Pero su voz, aun así, fue tranquila.
—Solo cuando el silencio es absoluto. Hoy no.
Me acerqué al fuego, buscando el calor con una torpeza que me hizo recordar lo frágil que era en comparación. No en fuerza, claro. Podía desgarrar a un hombre con las manos si quisiera. Pero por dentro… me sentía vacía. Rota.
—Gracias por no entregarme a Aidan.
—No soy su mensajero.
El silencio cayó entre nosotros como una nube espesa. Podía sentir que Shadow no era alguien que hablara por hablar. Cada palabra que decía cargaba peso, intención. Y sin embargo, había algo en su presencia que no me hacía sentir en peligro. Extrañamente, me hacía sentir… vista.
—¿Cuánto tiempo estuviste observándome? —pregunté.
—Lo suficiente para saber que eres diferente. Y para entender que estás muy cerca de romperte.
Me quedé quieta. Esa frase me atravesó como una hoja de vidrio. Había oído muchas veces que yo era débil, una carga, un error. Pero romperme… esa palabra era distinta. Era íntima. Dolía, pero también era cierta.
—Tal vez ya estoy rota —murmuré.
—No —replicó Shadow—. Si estuvieras rota, no estarías luchando.
Me senté frente a la chimenea, y durante unos segundos, no dijimos nada. Sólo el fuego habló por nosotros, con sus crujidos y destellos naranjas. Entonces, la pregunta que me había rondado desde la noche anterior salió de mis labios antes de que pudiera evitarlo.
—¿Por qué salvaste a alguien como yo?
Shadow se volvió lentamente hacia mí. Esta vez, sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad que me obligó a sostenerle la mirada.
—Porque te vi pelear. Porque cuando corrías de la manada, no lo hacías solo por miedo. Lo hacías porque querías vivir.
Tragué saliva. No estaba segura de si quería vivir. No en este mundo. No con estas reglas. Pero había corrido. Había huido hasta que las piernas no me respondieron. ¿Por qué?
—No era por vivir —le dije en voz baja—. Corría para no convertirme en un monstruo más.
Shadow asintió lentamente.
—Y esa es precisamente la razón por la que aún tienes redención.
Me levanté y caminé hacia la ventana. El bosque parecía infinito. Las ramas desnudas de los árboles se alzaban como manos congeladas hacia el cielo blanco. Algo en ese paisaje me recordó a mi infancia, a los inviernos en mi aldea, antes del ataque. Antes de que el mundo se desmoronara.
—¿Puedo quedarme unos días aquí? —pregunté sin girarme.
—Puedes quedarte el tiempo que necesites.
—¿Y si no quiero volver?
—Eso… solo puedes decidirlo tú.
Me apoyé contra el marco de la ventana. Por primera vez, no me sentía apurada. No me sentía vigilada. Solo existía ese momento, ese rincón de calma entre todo el caos. Pero sabía que no duraría. Aidan vendría a buscarme. Y más allá de él, estaban los purasangre. Aquellos que no se parecían a Shadow. Aquellos que se deleitaban en la sangre joven, en los recién transformados como yo.
—Los otros purasangre… —empecé a decir.
—Son diferentes —interrumpió él, adivinando mis pensamientos—. Muchos de ellos se alimentan de novicios como tú. Lo consideran necesario para mantener el linaje limpio.
—¿Y tú?
Shadow se acercó hasta quedar a mi lado, y por primera vez lo sentí cerca de verdad. Alto, firme, tan inmóvil como un árbol milenario.
—Yo elegí un camino distinto. Yo mato por necesidad. Y tampoco pretendo convencerte de ser algo que no eres.
—¿Y si no quiero ser nada de esto? —pregunté, volviendo el rostro hacia él.
Shadow me miró, y por un instante, sus ojos grises parecieron reflejar algo más que siglos de experiencia. Tal vez compasión. Tal vez tristeza.
—Entonces encuentra una nueva forma de existir. Pero no dejes que el odio decida por ti.
El nudo en mi garganta se hizo insoportable. Me volví de nuevo hacia el bosque, tragándome las lágrimas que amenazaban con salir. No por debilidad. Sino porque, por fin, alguien había dicho las palabras que necesitaba escuchar. No promesas vacías. No amenazas. Solo… verdad.
Y la verdad, aunque doliera, era todo lo que me quedaba.
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Esa noche, mientras la nieve cubría la cabaña y el bosque dormía bajo su manto blanco, me senté junto al fuego con el cuaderno que Shadow me había dejado sobre la mesa. Las hojas estaban en blanco. El lomo estaba gastado. Él me había dicho que escribir ayudaba a ordenar el caos.
Tomé una pluma, respiré hondo… y empecé a escribir.
“Mi nombre es Morgan. Y aunque no sé qué soy, sé que aún no he terminado esta historia. No me he rendido. No todavía.“