Cenizas al café

• Introducción •

Primer día de clases - noche

Esa noche, como muchas, las mellizas Ferrari se refugiaban en cierto bar llamado Coriandre. La música flotaba en el fondo como un diente de león, descendiendo cauteloso hasta los oídos de los clientes. Sin dudas la cálida atmósfera que presentaba era la más propicia para resguardarlas en uno de esos días devastadores.

La mesera se acercó, les entregó la carta y una sonrisa de cortesía. Vienna, la mayor, le propuso a su hermana compartir algunas de las especialidades del local. Merlía tuvo un momento de vacilación, de nervios brotando de su pecho. Sin embargo, como todas las veces, logró camuflarlo y aceptó.

—Primer día bastante intenso, ¿eh?

—Ni lo digas —contestó la melliza menor luego de un suspiro, aún con el sentimiento de ansiedad latente. Con la voz quebradiza, agregó—. La verdad es que nunca pensé que este primer día de clases iba a ser tan difícil. ¿Podés creer que los problemas están desde la mañana?

—Creerlo, puedo —habló Vienna, entre que se acomodaba mejor en el asiento y se quitaba su chaqueta negra de cuero—. Pero sí, entiendo la sensación.

—¿Para quién es la caipirinha? —cuestionó de repente la empleada, interrumpiendo sin intenciones la conversación.

—Para mí —señaló Merlía, y acto seguido el mojito fue proporcionado a su acompañante.

—La comida ya viene.

—Perfecto, gracias —volvió a hablar la castaña, ofreciendo un gesto amable, mientras la otra permanecía en silencio.

Los cócteles lucían exquisitos, pero la que agradeció ni siquiera les había echado un vistazo. Sus ojos, que a esa hora se apreciaban de un tono cobalto, se posaban vagamente en las paredes. Estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro y de pinturas de artistas locales. Se detuvo en una de ellas, y se abstrajo cual si hubiese sido hipnotizada.

Los débiles filamentos color ocre que se desprendían de las lámparas bailaban por el aire, liberando una lluvia de sosiego. Sin embargo, esta no parecía alcanzar a Merlía, que la única lluvia que sintió fue la que sus ojos derramaron.

Al instante estaba Vienna tomándole la mano. Observó la pieza de arte y logró entender qué ocurría sin que su hermana tuviera que hacer uso de palabras. Evocaron ambas los sucesos previos del día, revolviendo emociones, angustia en los corazones. La que soltaba el llanto corrió la mirada, no resistía tenerla puesta en la pintura, y esquivó también la de su allegada. Esta se percató de los vistazos ajenos, de los ojos curiosos, y fue la primera en advertir a la mesera sosteniendo un vaso con agua para entregárselo a Merlía. Quiso pedirles a todos que regresaran a sus platos, a sus copas y a sus conversaciones. Sabía que la adolescente no tenía ningún interés en llamar la atención, y le dolía su dolor.

Vienna no lloraba en lágrimas, lo hacía en pensamientos, y procuraba mantenerse fuerte en virtud de contener a su querida hermana. Se encargó de susurrarle algunas palabras y de limpiar las gotas en las mejillas sonrojadas. Se hallaba segura de que había estado conteniendo el llanto desde la mañana, y sabía que tenía grandes motivos para sentirse de ese modo.

Allí se encontraban las mellizas Ferrari el primer día de clases: afligidas, impotentes, pero cenando en su restó bar favorito y, sobre todo, juntas. Merlía iba logrando, de a poco, conseguir la tranquilidad, mas aún avergonzada por su reciente protagonismo.

—¿S-será que siempre que veamos algo como lo de esa pintura va a ser igual? —preguntó, en tanto se colocaba en su asiento y le echaba una ojeada sutil al cuadro que le había desatado el malestar. No era la primera ni la última vez que formularía esa interrogante. La otra discurría en su mente las posibles opciones, y finalmente se rendía, se encogía de hombros y despejaba la melena azabache de su rostro para beber el cóctel. Merlía afirmaba con un gesto, comprendiendo la actitud, y los labios se convertían en una gruesa línea recta. Era mutuo el sentimiento de hundirse en la resignación, de mantenerse en un eterno "qué le vamos a hacer".

De pronto la empleada se acercó, cargando una fuente en la que aparecían las papas bravas y dos platos artesanales con los falafeles. Todo se veía excepcional, sin lugar a dudas. No obstante, el estómago de la de cabello amaderado parecía haberse cerrado tras observar la abundante cantidad que había para cada una. Algo en ella se movilizó, tuvo de nuevo una sensación de pesar, pero logró controlarse y dar un bocado.

Vienna, por su parte, había reparado en el apuesto bartender que con suma concentración preparaba un daiquiri. Las muchachas no se encontraban lejos de allí, y apenas él levantó la vista y la posó en ella, Ferrari le dedicó una sonrisa coqueta. El joven correspondió con un guiño de ojo.

Continuaron conversando, recordando con cercana nostalgia el verano y sus andanzas, además de compartir expectativas para ese año. Los ánimos fueron recuperándose en la medida en que entendieron (como tantas veces ocurría luego de momentos de aflicción) que debían aceptar su situación. Había sido casi como sentir la angustia, examinarla, y luego lanzarla por el aire, verla perderse entre las fibras de luz. Al menos, hasta que algún otro detonante marcara presencia, como lo fue la pintura colgada en la pared.

Merlía tomó su vaso, disfrutó del aroma que la caipirinha emanaba y lo alzó. Buscó la mirada de su melliza, tan semejante y a la vez tan desigual.




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