La música elegida por la de cabellos dorados reinaba en el lugar, parecía danzar en el éter e impregnar una fragancia dulce y floral.
En algún punto, Caterina se aproximó lentamente a Merlía y le consultó si era posible que eligiera una canción. La ojiazul, en su asombro, le indicó que desde luego podía hacerlo. Su mirada cambió cuando, con cierta timidez, la de ojos avellana le propuso ir a otro salón para ello.
Ferrari no comprendía por completo lo que estaba sucediendo, mas no se negó a la petición, y con sigilo se retiraron del aula para internarse en una contigua. Figueroa tampoco era dueña de todas sus facultades mentales en ese entonces, pero una llama en el pecho la dominaba. En la computadora colocó una de sus piezas musicales predilectas: "La vie en rose", de la inigualable Edith Piaf. No era habitual en ella compartir algo tan íntimo como la música, sin embargo Merlía resultaba ser una excepción, a eso y a mucho más.
La que había tomado la iniciativa se lanzó a bailar sola, cantando algunas líneas de en un muy bien dominado francés, siguiendo el romántico y melódico ritmo. La otra no tardó en dejarse llevar; su amiga le extendió la mano y ambas lograron congeniar de una forma que no tenía explicación.
Entre cada paso, cada giro y cada mirada se sentían más a gusto con la otra, como si encajaran perfectamente. Y es que aquel baile les había hecho olvidar todo su entorno, sus preocupaciones y problemas. «Quizá la música está hecha para sentirla y vivirla en el momento, para transportarse a un lugar en el cual se quiere estar siempre», reflexionaba Ferrari, inundando sus oídos de la suave cadencia de la chanson française. «Las personas somos muy diferentes, podemos encontrar la felicidad en tantos géneros distintos... Yo creo que es magia lo que ocurre cuando se logra experimentar una conexión musical con otra persona. Si uno ya se siente en el paraíso con la música, que dos lo hagan, juntos, es un verdadero sueño. ¿Cómo llamar a algo que se siente como un sueño, pero en la realidad está ocurriendo?»
Ninguna de ellas lo sabía con exactitud, y esa... era la mejor parte.
Cuando el tema se acercaba a su fin, las muchachas se encontraron en una posición que las dejaba muy próximas. Respiraban el mismo aire melifluo y de ensueño, se contemplaban la una a la otra cual si fuesen esculturas de un museo maravilloso. Eran sus labios los que necesitaban acercarse unos centímetros más, siguiendo las órdenes de sus corazones, esos que buscaban salir de los pechos y encontrarse.
La cálida mano de Merlía acarició la mejilla de Caterina, como un guante de seda, y la castaña cerró los ojos. Un centenar de pensamientos recorrieron su cabeza, entre ellos la imagen de lo que tanto anhelaba en ese instante. Por más de haber decidido anular la visión, lograba verla mejor que nunca. Merlía Ferrari, ¡cuántas emociones le despertaba! Esa jovencita de cabello bicolor y sonrisa contagiosa, de manos tersas y figura encantadora. El júbilo se posó en su boca. De pronto se sintió confiada, logrando dejarse llevar y evitando pensar en los nervios, y sobre todo en lo extraña que le resultaba la circunstancia. Solo hacía falta ese detalle para que, finalmente, ocurriera.
Sus labios se habían encontrado.
En ese preciso segundo una explosión ocurrió en sus cuerpos, que al igual que la reacción tras el contacto de dos sustancias químicas, se transformaron. Sintieron un arranque de sensaciones nunca antes vividas, colores vivaces y movimientos fugaces. Eran arte, eran tiempo, eran vida. Con sus manos entrelazadas se dejaron caer sobre el escritorio. Ese mismo recibía cada día a nuevos profesores, mas en ese entonces, era testigo de un momento que ambas atesorarían por siempre.
En el cabello de Ferrari se creaban ondas por el movimiento, las cuales se volvían más visibles al estar ella acostada. Los dedos de Figueroa jugaban entre las hebras, deleitándose con la maravillosa suavidad, el aroma a lavanda y a aceite de argán. Optó por alzar los párpados y por unos segundos se separaron. Necesitaba observarla una vez más, a aquella persona responsable de todos los sentimientos emergentes. Se centró en sus ojos, en el color azul oceánico que le hacía perderse entre las olas. Su mayor deseo entonces era nadar en ellos, descubrir las profundidades de su mirada y de su ser. Parecía que brillaban con la luz de la luna, lanzando centellas; y su faz, por naturaleza blanquecina, mostrábase ruborizada y encendida. El fuego en sus cuerpos ardía, refulgente e incesante.
—Tus ojos son como los de las sirenas, Lía —reveló, entre que rozaba con ternura el rostro de la muchacha—. Me encantan.
—¿De verdad? —La emoción era patente en su voz, y sin esperar respuesta, depositó en los labios de su compañera un sonoro beso.
—Sí. Y sé con certeza que nunca había visto unos tan hermosos.
Aquellas palabras le transmitieron un sentimiento con el que poco familiarizada estaba: el de creer que de verdad era especial, bella, digna de ser querida y apreciada. La idea que tenía acerca del romance quedaba minúscula al lado de Caterina, de todo lo que sentía por ella y lo que, aparentemente, era correspondido. Parecía casi ilusorio que se hubiesen conocido hacía no más de dos semanas, y sin embargo, cada fragmento de lo que vivían era real. ¡Qué sensación más grata era esa! ¡Qué satisfacción le producía la conexión con la chica de sus sueños y pinturas! Un regocijo en el alma.
Y así permanecieron, en un estado que les hizo perder la noción del tiempo.
Editado: 03.02.2022