Narra Emily
Estuve como cuatro horas frente al espejo, debatiéndome entre vestidos, zapatos, peinados y perfumes. Parecía una escena sacada de una comedia romántica enloquecida. Mi armario, que normalmente es mi santuario, parecía una zona de guerra. Cada vestido que me ponía terminaba en el suelo con un suspiro frustrado. Y aunque me repetía que era “solo una cena”, no podía evitar sentir que era la cena. Nuestra primera salida oficial como novios.
Kai no me había dicho mucho, lo cual no era sorpresa viniendo de él. Solo dejó caer que me llevaría a “un restaurante elegante” y que me preparara para “una noche inolvidable”. Literalmente, una descripción tan útil como un tenedor para tomar sopa.
Finalmente me decidí por un vestido negro ajustado, sobrio, elegante… pero con un escote que gritaba “no soy tan inocente como parezco”. Lo combiné con labios rojos, tacones altos y un perfume floral que mi madre solía usar cuando tenía una cita con papá. Una parte de mí quería verme imponente, pero otra solo deseaba que, al verme, Kai se quedara sin palabras. Spoiler: funcionó.
El timbre sonó y mis nervios se dispararon como fuegos artificiales en Año Nuevo. Abrí la puerta y ahí estaba él: trajeado, guapísimo, con esa sonrisa traviesa que me sacude el alma.
—Disculpe, diosa Afrodita —dijo con esa voz ronca y ese acento que me hacía perder la compostura—. Estoy buscando a mi novia, pero creo que me equivoqué de apartamento…
—Bobo —le solté entre risas, escondiendo mi nerviosismo mientras lo dejaba pasar.
—Sabía que eras hermosa… pero, princesa, lo tuyo ya es ilegal —dijo entrando, y sí, sentí que flotaba un poco.
Después de una charla rápida y unas miradas que decían más que cualquier conversación, salimos en dirección al restaurante. Fue mágico. La comida, deliciosa. El vino, peligroso. Y Kai… mi Dios. Si existiera un máster en seducción, él sería el rector de la universidad. Cada palabra suya era como un hilo de seda en mi piel. Cada sonrisa, un hechizo.
Y entonces, el vino comenzó a hablar por nosotros.
Primero fueron las miradas. Luego los roces. Después, los besos en el coche. Y cuando nos dimos cuenta, ya estábamos cruzando la puerta de su departamento, entre caricias urgentes y mis desesperados intentos por quitarle ese maldito chaleco que tanto me provocaba.
No sé cómo, y honestamente no me importaba. Solo sé que habíamos llegado. Estaba a punto de caer en su trampa, una dulce y perfecta trampa. Y si soy sincera… no estaba haciendo nada por resistirme. Sus besos eran lo mejor que había probado en mi vida. Su cuerpo desprendía un calor que me envolvía, y en lugar de sofocarme, me hacía sentir segura. Cómoda. En casa.
Entre risas nerviosas y tropiezos torpes, acabamos estrellándonos contra la mesa del comedor. Sentía que se contenía, que luchaba por controlarse. Pero, por el amor de cristo, ¡yo no quería que se controlara! Quería que me tomara ahí mismo, sin más vueltas. Mi cuerpo lo necesitaba, mi alma lo llamaba. Ya no éramos dos personas. Éramos solo nosotros: Kai y yo.
—Amore mio… —susurró mientras me sentaba con delicadeza sobre la mesa del comedor—. Ti ho bisogno <<Te necesito>>.
—Si me necesitas… entonces tómame —dije al oído, y él tembló. Literalmente.
— Da ora in poi… io ti appartengo <<De ahora en adelante... yo te pertenezco>> —añadió, tomándome el rostro con una ternura que me rompió por dentro. No era solo deseo. Era algo más. Algo que dolía de tan hermoso.
Sus pupilas estaban dilatadas, sus labios temblaban por el deseo contenido. Y lo supe: él sería mío y yo sería suya. No había miedo. No había duda. Solo eso que sentíamos los dos, que ya no cabía en palabras.
—Así como tú te entregas a mí… yo me entregaré por completo a ti —le dije mientras desabotonaba su camisa con una lentitud premeditada.
Lo que siguió fue el cielo en toda su gloria. Fue tierno y salvaje, dulce y brutal, como si nuestras almas se reconocieran en medio del caos. El mundo dejó de existir. No había Londres, no había Roma. Solo había Kai y yo, devorándonos a besos, tocándonos como si quisiéramos memorizar cada rincón del otro.
Nos amamos sin miedo, sin pausa, sin pensar. Dejamos la razón en el suelo, junto con la ropa. Y en su cama… fuimos todo. Amantes, amigos, cómplices, refugio.
Al día siguiente, desperté con el cuerpo un poco adolorido… pero increíblemente relajado. Giré para verlo, deseando que aún estuviera dormido a mi lado, y… el vacío me golpeó por un segundo. Pero antes de que la decepción se acomodara, escuché ruidos desde la cocina.
Me levanté con lo primero que encontré: mi ropa interior y la camisa que él había usado la noche anterior. Caminé, tambaleante, hacia donde venía el ruido y casi se me sale el corazón cuando lo vi. Y ahí estaba, como salido de una película: sin camiseta, con un pantalón de pijama, sirviendo desayuno como si fuera Gordon Ramsay en modo romántico.
—Good morning, princess —dijo, alzando una ceja con elegancia traviesa—. ¿Me concederías el honor de desayunar conmigo?
—Dijiste que sabías cocinar, pero jamás imaginé que a este nivel —contesté con los ojos bien abiertos. ¡El desayuno parecía un buffet de hotel cinco estrellas!
Huevos con tocino, panqueques, frutas, pan, café, jugo… de todo. Me reí pensando que, si eso era solo el desayuno, este hombre debía tener planes para secuestrarme por siempre.
—Mi dama —dijo, empujando la silla para que me sentara.
—Gracias —respondí, intentando sentarme con disimulo mientras él disimulaba su sonrisa burlona. O no tanto.
—Ríete y terminamos —le advertí con una sonrisa divertida.
Él solo se acercó y me dio un beso lento, suave… de esos que derriten cualquier enfado. Desayunamos entre risas, bromas tontas y miradas que lo decían todo sin decir nada.
Yo había pensado que Kai Tairo era solo un misterio italiano con traje… pero resultó ser una caja de sorpresas. Una mezcla perfecta entre caballero antiguo y deseo moderno. Y esa mañana, con mi cabello desordenado, su camisa como armadura y sus besos aún en mi piel, supe que mi corazón ya no me pertenecía.
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Editado: 24.09.2025