Narra Kai
La noche había sido un incendio lento, de esos que empiezan con una chispa y terminan devorándolo todo. No era la primera vez que acabábamos jadeando entre sábanas desordenadas, con las manos marcadas en la piel del otro y los labios rojos de tanto buscarnos... pero esa noche, quella notte, tuvo algo distinto. Era casi un milagro que no nos hubieran atrapado en la oficina o en el asiento trasero de mi auto. Dio mio, estuvimos a un segundo de eso más de una vez. Éramos fuego. Incontenibles. Y, lo peor... adictos. Uno del otro. Sin remedio.
Me desperté temprano, como siempre. No sé si por costumbre o por ese instinto casi animal de querer tenerlo todo bajo control, especialmente cuando se trata de Emily. Es absurdo, lo sé. Ella no necesita que nadie la cuide; es más feroz que yo cuando quiere. Pero… che vuoi, uno no elige a quién proteger con el alma. Me levanté en silencio, sin despertarla. Caminé hasta la cocina y me puse a hacer lo que mejor sé: cocinar. Porque cuando no sé cómo decir lo que siento, lo digo con pan caliente y café recién hecho.
Preparé huevos trufados, pan de masa madre, prosciutto crujiente y una mezcla de frutas que corté con precisión casi quirúrgica. Lo serví todo con una delicadeza que ni en los mejores restaurantes de Roma. Me gusta impresionarla. Me gusta hacerla sentir adorada. Es mi debilidad. Pero si voy a pecar… che sia per lei.
Escuché el sonido suave de sus pies descalzos sobre el suelo. Y entonces la vi entrar en la sala: despeinada, con mi camisa blanca, que le quedaba demasiado grande y demasiado perfecta al mismo tiempo. Parecía sacada de un sueño que se me había vuelto realidad.
—¿Otra vez te levantaste antes que yo? —preguntó con voz ronca, aún medio dormida.
—La cocina me llamó. No pude ignorarla —respondí sin girarme, sirviendo el café.
—¿Y tú cómo lo haces?, ¿eh? ¿Tienes cámaras escondidas o qué? Me levanté a las cinco, ¡cinco!, y aun así ya estabas aquí preparando esto.
Se sentó en la barra y olfateó el aire como si estuviera en la final de MasterChef.
—No importa cuánto lo intente, jamás te he atrapado cocinando. ¿Duermes con un radar o algo?
—Tal vez sí. Tal vez tengo sensores que activan el modo chef cada vez que tú te mueves. O quizás simplemente no puedo evitar querer sorprenderte. Siempre.
Sonrió. Esa sonrisa suya que derrite huesos y me desarma entero. Tomó el tenedor y probó un bocado.
—¡Santo cielo! Esto está… es que no puedo ni describirlo. Kai, ¿cómo es que no tienes tu propio restaurante?
—Porque ya tengo a mi cliente favorita. Y ella siempre paga con besos. No me puedo quejar.
Rió, bajando un poco la mirada, pero sin soltar el tenedor.
—A veces pienso que me estás engordando a propósito para que nadie más me mire.
—Exacto. Me descubriste. Es mi plan maestro: "Engordar a la novia hasta que sea mía para siempre".
Después del desayuno, los chicos llegaron sin avisar —clásico de ellos—. Emily todavía llevaba mi camisa y ese moño desordenado que me enloquece. Su presencia en mi casa ya no era esporádica. Algunas noches me quedaba en su departamento; otras, ella se quedaba en el mío. Pero ese día… ese día su presencia tenía un aire diferente. Más permanente. Más nostra.
—Oh por Dio… —dijo Antonio al verla—. ¿Emily?
—Buenos días —respondió ella, sin inmutarse, como toda una reina de hielo.
Félix soltó una carcajada al ver la cara de su gemelo.
—¡Te lo dije! Esto se veía venir desde hace meses. El que no lo notó es porque anda ciego. ¿O acaso no han visto cómo se miran?
—Te recuerdo que no trabajo con ustedes, pero… Emily es tan… no sé, correcta. Formal. Metódica. Y Kai es…
—El caos con rulos —dijo Emily, cruzándose de brazos—. Lo sé. Pero me gusta.
—Y yo cocino mejor que ella —añadí con orgullo.
—Por ahora —respondió, lanzándome una sonrisa desafiante.
Los meses pasaron volando. Reuníamos pruebas. Hacíamos planes. Pero nada parecía suficiente. Yo sabía que, con una sola llamada, podía hacerlos desaparecer del mapa. Los contactos de mi madre —ese lado oscuro de la familia que prefiere resolver con balas antes que con juicios— estaban listos para actuar. Pero no. Quería hacerlo bien. Quería derrotarlos legalmente. Que pagaran con nombre y apellido. Que no se escondieran. Que se arrastraran.
Y como enviada por el destino, apareció Tomoe.
—Quiero ayudar —nos dijo, con voz firme—. Estoy harta de trabajar para ese imbécil.
Emily la miró con desconfianza. Pero fue la primera en hacerle las preguntas correctas. Y Tomoe respondió. Con detalles. Con rabia. Con dolor. Le creímos. No por su apellido. Por su mirada.
Emily y yo seguíamos creciendo. Discutíamos, claro. A veces por cosas tan absurdas como si el parmesano debía ir en la nevera o no. Pero nunca nos dormíamos enojados. Jamás dejábamos que la rutina, la presión o el pasado se interpusieran entre nosotros.
Una noche, mientras estábamos tirados en el sofá, ella me lo dijo:
—He estado pensando…
—Eso siempre me asusta.
—Quiero que vivamos juntos.
Mi mundo se detuvo. Dejé la copa en la mesa de centro y la miré.
—¿Estás segura?
—Sí. Pero en tu departamento. Es más grande, más cerca de la empresa… y porque necesitas supervisión constante. Kai, dejaste el teléfono en el congelador.
—¡Fue UNA vez!
—Y nunca lo voy a olvidar.
Así que lo decidimos. Poco a poco. Un cajón suyo aquí, otro allá. Un cepillo de dientes en el baño. Un libro olvidado en la mesa de noche. Su orden se mezcló con mi caos, y de repente ya no sabíamos dónde empezaba uno y terminaba el otro. Y yo… yo estaba perdido en ella. En sus rutinas. En sus manías. En sus "buenos días" con café, y en sus "buenas noches" con mordidas en el cuello.
Dicen que el amor verdadero es difícil. Pero el nuestro… il nostro amore… era una locura deliciosa. Una guerra diaria que siempre terminaba en tregua bajo las sábanas. Y sí… tal vez me tenía como su esclavo más fiel.
#6050 en Novela romántica
#2543 en Otros
romance, romance mafia traición, romance hermanos discordia secretos
Editado: 24.09.2025