Cenizas de honor

17. Blood debts, promises of love

Narra Emily

Habían pasado varias horas desde que Kai se fue a su reunión con el líder de la mafia japonesa. Decir que estaba preocupada sería quedarse corta… La ansiedad me carcomía el pecho; cada minuto se sentía como un peso nuevo sobre mi espalda. Incluso su tío y el padrino de Kai me sugirieron que lo mejor era ir a dormir. “Estas reuniones pueden tardar horas”, dijeron con calma. “Seguramente regresará pasada la medianoche.” Pero, sinceramente, dormir era lo último que se me pasaba por la cabeza. Mi mente era un torbellino de pensamientos oscuros que no dejaban de zumbar.

Entonces, llegó Antonio. Entró en la mansión del padrino con esa expresión seria de quien trae noticias que pesan más que el silencio. Nos dijo que ya había cumplido su parte, pero que la Yakuza había lanzado una advertencia: necesitaban saldar cuentas con cuatro personas, y era mejor que la ley no se interpusiera. No querían herir a inocentes; solo querían terminar lo que otros no tuvieron el valor de enfrentar. La policía, por supuesto, se hizo de la vista gorda. Como siempre.

Pasaban de las dos de la madrugada cuando, por fin, el universo respondió a mis plegarias. Kai cruzó las puertas, acompañado por quienes lo escoltaron. No lo pensé dos veces. Corrí a abrazarlo como si mi vida dependiera de ello.

—Volviste —susurré, aferrándome a él como si fuera mi ancla.

—Aquí estoy, amore mio. Todo salió bien —me dijo, devolviéndome el abrazo con fuerza.

No hacían falta palabras. Sentirlo a mi lado era suficiente para creer que, después de tanto, todo iba a estar bien. Me separé un momento para darle un beso suave, uno que él correspondió al instante. Con ese beso supe: éramos libres. Libres, al fin, del peso sucio de Tsubasa e Itsuki.

A la mañana siguiente, mientras disfrutábamos del desayuno, Kai y su amigo nos contaron todo lo que había pasado. Hasta su compañero elogió a Kai, mencionando que el mismísimo líder de la Yakuza había quedado impresionado por su temple y habilidades. ¡Mi chico tenía madera de líder! Kai, por supuesto, se sonrojó un poco, sintiéndose algo avergonzado. Pero yo… bueno, estaba rebosante de orgullo.

Aunque teníamos que quedarnos unos días más en la mansión por motivos de seguridad, Kai se notaba diferente. Más relajado, más auténtico. Se reía con más facilidad y, por primera vez desde que somos pareja, lo vi cocinar en la cocina como un verdadero chef. El almuerzo parecía sacado de un restaurante de cinco estrellas. Y yo me derretía de felicidad.

Sin embargo, su alegría me llevó a pensar en mi familia. Esa familia que no he visto desde que empecé a trabajar para el siniestro señor Tsubasa, hace tres años. Kai se dio cuenta. Con esa sensibilidad que me desarma. Le conté cuánto los extrañaba, y él, con su sonrisa traviesa y su voz suave, me prometió que pronto los vería de nuevo. También mencionó, con un descaro adorable, que tal vez les pediría mi mano en matrimonio.

¡Y lo dijo con esa sonrisa! Esa maldita sonrisa entre pícara y seductora que me deja temblando las rodillas y con las mejillas ardiendo. Esa sonrisa, maldición, le costó una noche entera de trabajo intenso... sin descanso. Y vaya que se lo ganó.

Pero la paz, como todo en nuestras vidas, fue efímera.

Una mañana cualquiera, Itsuki apareció en las puertas de la mansión del padrino. Pero ya no era el arrogante y prepotente hombre que una vez temí. No. Era un verdadero desastre. Desaliñado, sucio, derrotado. Suplicando. Decía que, como familia, debíamos ayudarlo. Que dos clanes lo estaban cazando y necesitaba escapar del país. Yo… sentí pena. Una chispa, quizás. Pero también sabía que él mismo había cavado su propia tumba.

Kai, por supuesto, fue claro.

—Nosotros no somos tu familia —dijo con firmeza—. Y ya es hora de que pagues por todo el daño que causaste.

Con una simple orden del padrino, los hombres de seguridad lo echaron sin ceremonias. El capítulo de Itsuki estaba, finalmente, cerrado.

Un par de días después, un grupo de hombres llegó a la mansión. No eran más de dieciséis. Seis de ellos, jóvenes, lucían trajes a medida de color azul marino; los otros, más maduros, llevaban kimonos ceremoniales negros. Al principio no los reconocí, pero los italianos sí. Bastó con escuchar sus nombres.

—Signore Yamaguchi. Signore Sumiyoshi —saludó el padrino con respeto.

Y en ese momento lo comprendí. Eran de la Yakuza. Sin pensarlo, apreté el brazo de Kai, quien me devolvió una sonrisa tranquilizadora.

—Señor Marazone —dijo uno de los hombres—. Venimos en son de paz. No deseamos conflictos entre nuestras sociedades.

—Por supuesto, Signori —respondió el padrino con una sonrisa diplomática—. ¿Qué tal si hablamos en privado?

—No es necesario —replicó el otro—. Solo venimos a informar que tanto Tsubasa Tairo como Itsuki Tairo han caído. Y a agradecerles. Gracias a su información, evitamos una guerra entre clanes.

—Todo el crédito es para mi ahijado —dijo el padrino, lleno de orgullo—. Él y su equipo reunieron las pruebas. Tuvieron el valor de limpiar lo que otros no se atrevieron a tocar.

Después de un intercambio de palabras formales y respetuosas, los líderes de la mafia japonesa se marcharon. Había nacido una nueva alianza. Y yo… solo podía pensar en lo que eso significaba.

Éramos libres. Al fin.

Por fin, los caídos habían recibido justicia. Por fin, la oscuridad se había disipado. Y por fin, podía respirar.

De ahora en adelante, todo estaría bien.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.