Cenizas de honor

19.Una Promessa, Un Futuro

Narra Kai

Empezar de cero no fue fácil. Mamma mia, decir que fue un reto es quedarme corto. Pero después de todo lo que viví, después de todo lo que vivimos, entendí que empezar de cero era una bendición disfrazada de caos. Había algo casi poético en la idea de reconstruirme desde las cenizas, como un Fénix italiano con traje de lino y ojeras de no dormir. Y aunque no fue fácil, nunca estuve solo.

Emily y mi hermano Félix fueron mis cimientos. Siempre ahí. Leales, incondicionales. Famiglia. Antonio también estuvo cerca al principio, pero cuando quise involucrarlo oficialmente en el nuevo negocio familiar, se alejó sin drama ni despedida dramática. Dijo: Hermano, yo no nací para estar encerrado todo el día en una oficina.”. Y tenía razón. Antonio era demasiado fuego para quedarse quieto. Lo entendí y lo respeté. Todos tenemos nuestro camino, y el suyo nunca fue el mío.

Lo que sí supe desde el primer momento es que el mío estaba con Emily. Cada día a su lado era como redescubrir el sol en un cielo que alguna vez fue gris. Nuestra relación solo mejoraba. Aunque estábamos ocupados —yo, enfocado en la constructora, dejando atrás la arquitectura; y ella, decidida a seguir creciendo como ingeniera—, nos teníamos. Éramos dos piezas distintas, pero perfectamente encajadas. Como un buen espresso con biscotti.

Y aun con todo el ajetreo, cumplí la promesa que le hice entre sábanas y suspiros: la llevé a Inglaterra, unos días antes de su cumpleaños, para reencontrarse con su familia. El brillo en sus ojos cuando abrazó a sus padres no se me va a olvidar nunca. Era como ver a una niña reencontrándose con su hogar después de una travesía peligrosa. Y yo, al verla tan feliz, no pude evitar recordar a mi madre. A las Navidades en casa de mis abuelos. A las risas en la cocina. A ese amor que no conoce fronteras ni cicatrices.

Ese día fue perfecto.

Pero la noche… la notte, amore mio, la noche tenía otro plan.

Cenamos en un restaurante acogedor, con velas, vino tinto y esa música suave que parecía habernos estado esperando. La conversación fluyó entre anécdotas, bromas y miradas de esas que te hacen olvidar el mundo. Y entonces lo hice.

Me arrodillé. Frente a ella. El corazón me latía como si quisiera salirse del pecho. Saqué el pequeño estuche de mi bolsillo —ese que había cargado conmigo como si fuera una reliquia sagrada— y le pedí que se casara conmigo. Le hablé de mi amor. De cómo su risa me salvó. De cómo no imaginaba el futuro sin su mano entrelazada con la mía. Y aunque estaba nervioso, más que nunca en mi vida, lo dije todo con el alma en la boca.

Tardó unos segundos en responder. Pero cuando lo hizo, fue con ese “sí” que cambió mi mundo para siempre. Dio mio, la mujer de mi vida aceptaba compartir su existencia conmigo. Y yo... yo era el hombre más feliz del planeta.

Los meses siguientes fueron un torbellino de locura y amor. Trabajo, planes, trámites, menús, invitados, flores, pruebas de vino, pruebas de vestido (en las que terminé llorando como un tonto solo de verla), y una lista infinita de decisiones. Pero en el fondo, todo tenía un solo objetivo: sellar nuestra historia con un “para siempre”.

También empecé a buscar una casa más grande. Nuestro pequeño departamento se iba quedando corto, y yo ya podía verme corriendo tras niños con mis rizos revueltos y sus ojos color cielo. Quería un jardín para los desayunos de domingo. Quería paredes que escucharan risas y no secretos. Quería un hogar, no solo una casa.

Y entonces, el gran día llegó.

Estaba de los nervios. Caminaba como león enjaulado por el salón, acomodándome el traje cada tres segundos.

—Calma, sobrino —dijo mi tío, como si fuera fácil.

—La novia no se va a escapar —agregó Antonio, dándome un codazo—. Aunque si se lo pensara, podrías convencerla cocinándole algo.

—¿Por qué tarda tanto? —murmuré, mirando mi reloj por décima vez.

Mi abuela apareció a mi lado como un fantasma dulce con perfume a lavanda.

—Caro, incluso los hombres más poderosos deben rendirse ante los caprichos de la novia el día de su boda —dijo, sonriendo como si supiera todos los secretos del universo.

—El tráfico está horrible —anunció Félix entrando al salón—. Pero ya vienen en camino.

Y entonces, por fin, ella apareció. Emily, en ese vestido blanco que parecía sacado de un sueño. Una visión divina, como si la mismísima Afrodita hubiese descendido del Olimpo para tomar su lugar en el altar. Simplemente espléndida.

La ceremonia fue mágica. Las promesas, sagradas. El banquete, una fiesta digna de una película de Coppola, pero sin tragedia al final. O eso creía.

De pronto, Emily se levantó y pidió el micrófono. Todos la miraron con atención. Yo... con sospecha.

—Kai ha sido un novio maravilloso —dijo con voz temblorosa pero decidida—. Y como sé que será un esposo maravilloso… también estoy segura de que será un papá aún más maravilloso.

Silencio. El mundo se detuvo. ¿Papá? ¿Yo? ¿Papá?

—¿Nosotros vamos a…? ¿Tú estás…? —balbuceé acercándome a ella, sintiendo que el suelo se movía.

—Sí, Kai. Estoy embarazada. Vamos a ser papás.

Y ahí sí, me derrumbé. No de tristeza. De emoción. De vértigo puro. La abracé como si el universo fuera a desaparecer en ese instante.

Porque ahora todo tenía sentido. El pasado, el dolor, la lucha. Todo había valido la pena. Había encontrado a mi amor, había empezado de nuevo, y ahora, íbamos a crear vida.

Y por primera vez, lo supe con certeza: Nadie puede arruinar esta vida. Nadie. Ni el pasado, ni los fantasmas, ni la mafia, ni el miedo. Porque ahora éramos una familia. Y eso, caro mio, es invencible.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.