Narra Kai
La madrugada se estiraba como un hilo interminable. Afuera, la ciudad dormía, pero dentro de la cafetería parecía que el tiempo se había roto. El reloj de pared marcaba las cuatro y algo, y sin embargo yo sentía que habíamos pasado días enteros allí, atrapados bajo la luz amarillenta de unos focos que parpadeaban como si quisieran apagarse. El aire estaba cargado de café viejo, humo de cigarrillo que alguien había dejado impregnado, y un silencio que no nos dejaba escapar.
Nadie bebía ya. Las tazas estaban frías, las cucharillas olvidadas. Emily giraba la suya entre los dedos, como si pudiera encontrar respuestas en ese espiral plateado. Félix no paraba de mover la pierna, golpeando el suelo con un ritmo nervioso que me taladraba la cabeza. Antonio… él era distinto. Quieto. Inmutable. El tipo de calma que no es paz, sino filo: un cuchillo apoyado sobre la mesa.
Yo, en cambio, estaba deshecho. Cada palabra de Antonio seguía retumbando en mi cabeza: exiliado, gemelos, Tsubasa, desechable. Palabras que no solo eran palabras, sino dinamita en mi pecho.
Y entonces Antonio habló de nuevo.
—Hay algo más que deben saber. —Su voz era grave, sin prisa. Como un juez que dicta sentencia—. Algo que no puede esperar.
Emily levantó la cabeza. Félix dejó de mover la pierna. Yo apreté los dientes.
—Anoche recibí un informe de mis contactos en Italia. —Se detuvo, como si quisiera medir el efecto de lo que iba a decir—. Leonardo Costello está muerto.
El mundo se me hundió.
El zio Leonardo. No solo un hombre: mi brújula en los años más oscuros. El que me enseñó a boxear con las manos desnudas en un patio húmedo de Sicilia. El que me contaba historias de héroes caídos entre humo de cigarros y olor a vino barato. El que me decía “Kai, nunca olvides que la rabia puede ser espada o veneno. Tú decides”.
Y ahora estaba muerto. Apagado como una vela en la tormenta.
—Fue Tsubasa —añadió Antonio, sin adornos—. Un “accidente” en carretera. Todos sabemos lo que eso significa.
Sentí que me arrancaban el aire de los pulmones. El ruido del tráfico afuera se volvió un zumbido lejano, como si alguien hubiera cerrado el mundo dentro de un frasco.
Emily me rozó el brazo, buscándome con los ojos. Félix murmuró un “Dios…” casi inaudible. Pero yo ya no estaba allí. Estaba en Sicilia, con Leonardo, viendo cómo encendía un cigarro y me enseñaba a lanzar el puño con la muñeca firme.
No quise llorar. No podía. Lo único que me salió fue una carcajada amarga, rota, como un eco que ni yo reconocí.
—Claro… —susurré—. ¿Cómo no lo vi venir?
Antonio me sostuvo la mirada. No había compasión en sus ojos, solo verdad. Y esa verdad pesaba toneladas.
Y entonces, la daga final.
—Kai… —su voz bajó, como si no quisiera que nadie más lo oyera—. El mismo expediente sugiere que Tsubasa estuvo detrás del accidente de tu madre.
Un silencio absoluto. Emily dejó caer la cucharilla con un clinc que me desgarró los nervios. Félix abrió la boca, pero no salió sonido.
Yo… io non respiravo più <<ya no respiraba>>.
Las paredes se cerraban, la luz parpadeaba más fuerte, el aire olía a hierro, como si la sangre hubiera llenado el local. Sentí un temblor en las manos, un rugido en los oídos. Y dentro de mí, un grito que jamás salió: ¡No! ¡No, cazzo, no!
Me levanté de golpe, la silla chirrió. Emily me tomó del brazo, con miedo de que me desplomara.
—Kai… —susurró, con una ternura que me quebraba más que la noticia—. Respira.
Respirar. Qué palabra absurda. ¿Cómo se respira cuando el hombre que controla tu vida también fue el verdugo de tu madre? ¿Cómo se respira sabiendo que la última sonrisa que te dio ella fue arrancada de golpe, por un accidente planeado?
—Ese bastardo… —murmuré, pero la voz me salió como un rugido contenido—. Me ha robado todo. Todo.
Félix dio un paso hacia mí, como queriendo abrazarme. Lo aparté con la mano, brusco. No quería consuelo. No quería piedad. Solo quería fuego.
Antonio se puso de pie. Alto, firme, con su chaqueta de cuero que olía a lluvia y tabaco.
—Lo que hagas con esta verdad depende de ti. Pero si me preguntas… —me miró a los ojos, sin pestañear— no eres el único que quiere verlo caer.
Sus palabras quedaron flotando, pesadas, como humo negro.
Salimos de la cafetería cuando la primera luz gris del amanecer se filtraba entre los edificios. Las calles estaban vacías, mojadas por una llovizna que no recordaba haber escuchado. Emily caminaba a mi lado, en silencio, mirándome como si pudiera perderme en cualquier instante. Félix iba detrás, arrastrando los pies, con los hombros encogidos. Antonio, en cambio, avanzaba como si supiera exactamente a dónde se dirigía.
Yo sentía que llevaba un cadáver en el pecho. No el de Leonardo. No el de mi madre. El mío. El Kai que había antes de esa madrugada ya no existía.
Cuando llegamos a mi apartamento, apenas me quedaban fuerzas. Antonio nos dejó en la puerta con una advertencia seca:
—No pierdan el control. Eso es lo que Tsubasa espera. Y es lo que más le conviene.
Y se fue, como una sombra que sabe que volverá cuando haga falta.
Dentro, el silencio era más pesado que afuera. Emily intentó preparar café, pero sus manos temblaban demasiado. Félix encendió la televisión solo para apagarla al segundo. Yo me senté frente a la ventana, mirando la ciudad despertar, mientras dentro de mí todo moría.
Pensé en mi madre, en su perfume a jazmín, en su risa cuando me peinaba el cabello. Pensé en Leonardo, en su voz ronca diciendo “ten paciencia, ragazzo, la vendetta si serve fredda”<< Ten paciencia, muchacho, la venganza se sirve fría.>>. Y pensé en Tsubasa, en su sonrisa arrogante, en sus manos manchadas de sangre que jamás se limpiarán.
Un juramento ardió dentro de mí, tan claro como el sol que empezaba a salir:
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Editado: 24.09.2025