Narra Kai
El día después de la pelea con Itsuki no fue un día, fue un castigo.
Desperté con los nudillos en carne viva y una rabia helada aún retumbando en mi pecho. Afuera la ciudad corría como si nada, pero dentro de mí todo seguía detenido en ese instante en que le había estrellado el puño en la cara.
No me suspendieron, no me despidieron. Pero las miradas en la oficina eran dagas silenciosas: ese es Kai, el italiano que perdió el control. Y lo cierto es que tenían razón.
No desayuné, ni siquiera pasé a por café. Caminé por los pasillos como un fantasma malhumorado, evitando a todos menos a ella. Emily.
Entró en mi oficina como un huracán con modales británicos:
—Te traje café —dijo, dejando el vaso sobre mi escritorio—. Pero no porque me preocupe, ¿eh? Simplemente no quiero que arruines la estética del lugar con esa cara de zombie.
La miré. Dios, ¿cómo podía insultarme y salvarme en la misma frase?
—Grazie, principessa —respondí con media sonrisa—. Aunque lo niegues, siempre terminas cuidándome.
Ella arqueó la ceja, con esa mezcla suya de fastidio y ternura.
—Lo que cuido es mi paciencia. Porque cuando metes la pata, ¿quién crees que es la primera en ir a sacarte? Yo. Y me estoy cansando, Kai.
La verdad me golpeó. Porque era cierto. Ella siempre estaba ahí. Con sarcasmo, con regaños, con ojos que parecían decir “eres insoportable, pero no puedo dejarte caer”.
Yo la miré demasiado tiempo. Ella desvió la vista.
Ese fue el primer aviso: estaba sintiendo algo más. Y Emily… también lo sabía.
Los días siguientes fueron un limbo. Intentaba concentrarme en mi trabajo, pero mi mente era un campo de batalla: por un lado, la furia contra Tsubasa; por el otro, la presencia de Emily, que cada vez me resultaba más insoportable de ignorar.
Y entonces recordaba mi pasado.
Las noches en bares con luces rojas, las sonrisas fáciles que me regalaban mujeres que no sabían quién era yo en realidad. Mi fama de mujeriego, de coqueto empedernido, era real. No un mito. Y yo lo había alimentado. Porque en aquel entonces no quería que nadie viera al verdadero Kai: el niño roto, el huérfano de madre, el desechable, el remplazable.
Emily lo sabía. Lo había visto en mis coqueteos del pasado, en mi manera de llamar la atención sin filtros. Y por eso me mantenía a raya. Aunque ahora yo quisiera mostrarle que era distinto, que había cambiado, para ella seguía siendo ese mismo Kai que jugaba con fuego y mujeres por igual.
Ese era el muro entre nosotros.
Tres días después, en la cafetería de siempre, volví a probar suerte. Llegué a su oficina con un té helado en la mano. Ella odiaba que lo llamara “nuestro ritual”, pero nunca dejaba de beberlo.
—Buongiorno, principessa —le dije, con ese tono que ya era más costumbre que broma.
Ella fingió fastidio, me lanzó una mirada afilada y murmuró:
—Eres demasiado, Kai. Demasiado ruidoso, demasiado intenso, demasiado todo.
Pero cuando tomó el vaso, la vi sonreír sin querer. Esa sonrisa era mi victoria secreta.
Me incliné un poco, bajando la voz:
—No sé qué haría sin ti.
Ella me fulminó con la mirada volviendo a consentrarse en su trabajo.
—Probablemente estarías muerto. O en la cárcel. O ambas. —Sonrió apenas, como quien no quiere que se note que en realidad está preocupada.
Ese es su estilo. Su cariño apache. Te golpea con una frase dura, pero detrás hay ternura pura.
Una semana después nos reunimos en mi apartamento. Antonio había convocado la reunión. Llegó con carpetas bajo el brazo y un aura de piedra. Félix estaba nervioso, jugando con las manos. Emily, impecable, con su libreta de notas como si fuera a una junta de negocios cualquiera.
Antonio desplegó fotos y documentos sobre la mesa.
—Tsubasa tiene ojos en todas partes. Pero también enemigos. Si queremos derribarlo, hay que empezar por los cimientos. Quitarle aliados, fracturar su red, paso a paso. Esto no será rápido ni limpio.
Me quedé mirando los papeles, viendo en ellos más que nombres: veía el rostro de mi madre, de Leonardo, de todo lo que había perdido.
Antonio me señaló.
—Si uno pierde el control, se acaba todo. ¿Entiendes, Kai?
Me ardieron los nudillos, aún marcados. Bajé la mirada. Emily lo notó. Y sin decir nada, puso su mano sobre la mía, bajo la mesa. Un gesto breve, casi invisible. Pero bastó para calmar el volcán dentro de mí.
—Kai no está solo —dijo, seria—. Felix y yo no lo dejaremos perderse.
Mi garganta se cerró. Ese “no lo dejaremos perderse” me atravesó como una bala.
Cuando la reunión terminó y Félix y Antonio se marcharon, Emily se quedó recogiendo papeles que no necesitaban recogerse. Yo fingí revisar un documento, pero solo la miraba.
—Emily… —mi voz salió más suave de lo que esperaba—. Eres lo único que me mantiene en pie.
Ella se giró, arqueando la ceja.
—Qué dramático eres. —Se rió nerviosa—. Yo solo soy una de las pocas personas que te aguantan.
Me acerqué un paso. Toqué su cabello con cuidado, apenas un roce. Ella se tensó.
—Kai, no. —Su voz fue firme—. Tú sabes cómo eres. Sabes tu historial. No me confundas y no te confundas conmigo.
Tragué saliva.
—Ya no soy ese hombre. Lo sabes.
Por primera vez, no me contestó con sarcasmo. Me miró. Solo me miró, con esa mezcla de miedo y ternura que me derrumbaba.
Se apartó un paso.
—Tenemos una guerra encima. No es momento para tus juegos de oficina.
Asentí, aunque quería gritar que esto no era un juego. Que era ella. Que siempre había sido ella.
Pero guardé silencio. Porque Antonio tenía razón: necesitábamos disciplina. Y Emily… necesitaba tiempo.
Esa noche me quedé solo, los papeles aún sobre la mesa. Un plan para derribar a Tsubasa. Un juramento de venganza. Y una certeza: Emily no era solo mi amiga, ni mi compañera, ni mi ancla. Era mi motivo.
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Editado: 24.09.2025