Narra Kai
El reloj marcaba las doce y media cuando llegué al restaurante. No era un lugar cualquiera: discreto, elegante, con ese aire de tradición que parecía esconder secretos en cada rincón. Cortinas pesadas, mesas de madera oscura, lámparas de cristal que iluminaban lo suficiente para ver el plato, pero no para leer el alma del comensal. Allí no se iba a comer: se iba a negociar. Y yo lo sabía.
Me senté en una mesa apartada, en la esquina. Desde allí podía ver la entrada y también el reflejo de todos los que entraban en un espejo antiguo colgado en la pared. Viejo truco de supervivencia: nunca dar la espalda a la puerta. Pedí un vaso de agua, más para ocupar las manos que para calmar la sed. Mi corazón latía con un ritmo extraño, como un tambor lejano que marcaba el inicio de una guerra.
Zio Giovanni llegó puntual, como siempre. Su silueta impuso silencio en el salón. Alto, con el cabello gris peinado hacia atrás y un traje que parecía cosido a su piel. Caminaba con esa calma letal de los hombres que no necesitan levantar la voz para hacerse respetar. Cuando lo vi, una parte de mí quiso volver a ser niño y correr a abrazarlo; otra parte, la que había crecido a la sombra de Tsubasa, me recordó que incluso la familia puede ser un campo minado.
—Alessandro —dijo en voz baja, con ese acento siciliano que me hacía temblar el pecho. Me abrazó rápido, con firmeza, y nos sentamos.
El camarero apareció como un fantasma entrenado. Giovanni pidió un Barolo sin siquiera mirar la carta. Yo extendí los planos de la mansión de mi padrino sobre la mesa. El papel crujió como si supiera que llevaba más que líneas y medidas: era mi carta de presentación, mi excusa para estar allí, mi escudo.
—Un lavoro eccellente << Excelente trabajo>> —dijo, recorriendo los trazos con la mirada—. Eres tu madre con lápiz y compás. Ella estaría orgullosa de ti.
Ese nombre me golpeó como un cuchillo. Mamma. El vino llegó justo a tiempo; bebí un sorbo largo, como si el alcohol pudiera borrar la punzada en mi garganta.
Respiré hondo. Tenía que hablar, aunque cada palabra fuera un paso en falso sobre hielo quebradizo.
—Zio… hay algo que debes saber.
Su mirada se clavó en mí como si estuviera desnudando mi alma. Yo bajé la voz, apenas un murmullo entre el ruido de cubiertos y platos.
—La muerte de mamma y la de zio Leonardo… no fueron simples tragedias. Hay más. Mucho más.
No dije nombres. No dije fechas. No hablé de Tsubasa. Solo le dejé entrever la superficie de un océano de secretos. Le prometí que, en la inauguración de la mansión, cuando todos los que deben escuchar estén presentes, revelaré lo que he logrado reunir. La verdad. O la parte de la verdad que no me cueste la vida antes de tiempo.
El silencio que siguió fue más denso que el humo de los cigarros que algunos hombres encendían en mesas lejanas. Giovanni se quedó quieto, con el vaso en la mano, estudiándome como si fuera una partida de póker. Yo puse mi mejor rostro de piedra, aunque por dentro sentía que estaba apostando mi vida contra el mismísimo diablo.
Finalmente, dejó el vaso sobre la mesa.
—Capisco —susurró—. Pero escucha, ragazzo… —se inclinó hacia mí—. Este no es el momento ni el lugar. Tu padre tiene orecchie ovunque <<oídos en todas partes>>. Si sospecha que sabes más de lo que aparentas, no dudará en quemar el tablero con todas las piezas encima.
Tragué saliva. Lo sabía. Lo había sentido cada vez que Tsubasa me miraba con esa sonrisa de serpiente.
El almuerzo continuó como si nada hubiera pasado. Giovanni preguntó por mi trabajo, por la construcción, por todo. Reímos, incluso recordamos viejos veranos en Calabria, cuando yo corría por los viñedos con las rodillas raspadas. Pero cada palabra era un disfraz. Cada bocado, una cortina de humo. Bajo la mesa, la tensión era tan espesa que podía cortarse con un cuchillo.
Cuando llegó el espresso, Giovanni se inclinó de nuevo.
—Alessandro… —me llamó, y esta vez su voz sonó más humana, casi paternal—. Ricorda questo: non sei solo <<Recuerda esto: no estás solo>>.
Lo dijo con una firmeza que me estremeció. No era solo una frase: era un juramento, un salvavidas lanzado en medio del mar.
Nos levantamos al mismo tiempo. Afuera, el sol brillaba, pero yo lo sentía distante, falso. Caminé hacia mi coche con la certeza de que aquel almuerzo no había sido una comida familiar, sino el inicio de un pacto silencioso. La mesa había quedado servida; las cartas, a medio revelar.
Lo que Giovanni no sabía, lo que nadie sabía, era que la inauguración no sería solo una fiesta. Sería el momento en que el silencio se rompiera, y con él, la máscara de toda una familia.
Y yo… yo sería el hombre que encendiera la mecha.
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Editado: 15.10.2025