Narra Kai
El final no llegó con un disparo ni con una explosión. Llegó con el silencio frío de los sellos oficiales estampados en documentos judiciales. Así caen los imperios: no con ruido, sino con el eco de puertas cerrándose y oficinas vacías.
Tsubasa e Itsuki ya estaban muertos. Sus cuerpos se habían convertido en polvo para la tierra, pero sus sombras todavía pesaban sobre todos nosotros. La justicia —esa dama ciega que tantas veces había sido burlada— ahora caminaba con pasos firmes sobre las ruinas de su legado.
La empresa, ese monstruo financiero que Tsubasa había moldeado como un dios oscuro, fue la primera en caer. Una mañana amaneció con las puertas selladas y los empleados arremolinados frente al edificio, incapaces de entrar. Investigadores entraban y salían cargando cajas llenas de documentos, discos duros, contratos. Cada rincón de esas oficinas era revisado como si escondiera dinamita. Y, en cierto modo, lo hacía: dinamita legal, pruebas capaces de hacer estallar décadas de corrupción.
Las propiedades fueron confiscadas una a una. La mansión de Tsubasa, símbolo de su arrogancia, amaneció rodeada de patrullas. El portón, que tantas veces me vio entrar con el estómago revuelto, fue abierto no por mayordomos, sino por agentes judiciales. En pocas horas, la casa estaba vacía: muebles cubiertos con telas, obras de arte embargadas, cuentas bancarias congeladas. Cada tesoro acumulado con sangre y traición pasaba a manos de la justicia.
Las noticias corrían como fuego sobre pasto seco. Periódicos, canales de televisión, programas de radio. El apellido Tairo dejó de ser sinónimo de poder para convertirse en escándalo. Fotos de Tsubasa e Itsuki llenaban las portadas, ya no como líderes respetados, sino como traidores y criminales. Y lo más irónico era que ellos no estaban allí para verlo. Su caída fue póstuma, como una venganza tardía que aún así no perdonaba nada.
Pero las sombras no se iban tan fácil. Las autoridades llamaron a todos los que alguna vez compartimos techo, sangre o negocios con ellos. Interrogatorios fríos, interminables.
Recuerdo entrar a esa sala blanca, con una mesa metálica y dos sillas enfrentadas. La lámpara de arriba parecía diseñada para quemar secretos en la piel. Del otro lado, un hombre de traje gris revisaba una carpeta llena de documentos.
—Kai Alessandro Tairo —leyó en voz alta—. Arquitecto. Hijo biológico de Tsubasa Tairo.
El nombre me pesó como una cadena. Pero levanté la cabeza y respondí con firmeza:
—Soy hijo de Evelyn Rossi, soy italiano. El apellido Tairo es solo una carga legal.
La sesión fue dura. Me preguntaron por contratos, reuniones, viajes, personas que ni recordaba haber visto. Cada palabra era registrada, cada gesto analizado. Yo respondí con calma, ofreciendo pruebas, mostrando la verdad: no fui cómplice, fui testigo. Y, sobre todo, fui el que destapó las cloacas que ellos mantenían ocultas.
Emily también fue interrogada. La vi salir de su sesión con los ojos rojos, pero con la frente en alto. Ella había trabajado como ingeniera en varios proyectos de la empresa, y quisieron arrastrarla a la sospecha. Pero no pudieron. Ella fue clave para entregar planos y documentos que probaban cómo Tsubasa desviaba recursos.
Félix, con su lengua rápida y su sonrisa burlona, supo jugar sus cartas. Contestó a todo, con el descaro de quien sabe que la verdad lo protege.
Y Antonio… aunque era policía, no escapó al peso de la sangre. Para las autoridades, seguía siendo hijo biológico de Tsubasa Tairo. Esa marca bastaba para sospechar de él. Lo interrogaron más tiempo que a todos nosotros. Le preguntaron si había recibido favores, si había usado su posición en la policía para cubrir algún movimiento de la familia, si alguna vez había colaborado con su padre o su hermano. Él respondió con la frialdad que siempre lo caracterizó: cada dato, cada acción, cada decisión tomada contra Tsubasa. Mostró pruebas de cómo, en lugar de encubrir, fue quien ayudó a desenmascarar los delitos.
Cuando salió de la sala, lo vi con el rostro rígido. No habló de lo que le preguntaron, pero en su mirada reconocí el peso de haber tenido que renegar, una vez más, del hombre que le dio la vida.
Al final, las conclusiones fueron claras. Todos nosotros quedamos libres de sospecha. Inocentes. No solo porque lo éramos, sino porque fuimos quienes destapamos la podredumbre.
Recuerdo la última vez que entré a esa sala. El hombre del traje gris cerró la carpeta con un golpe seco y me miró.
—Puede irse, señor Tairo. No tenemos nada contra usted.
Me levanté despacio. Por dentro, sentí algo que hacía mucho tiempo no me permitía: alivio. Era como si me hubieran arrancado un peso del pecho.
Pero también estaba la otra cara: un vacío extraño. Porque aunque la justicia había triunfado, nada devolvía a los muertos. Ni a mi madre, ni a mi tío Leonardo, ni a todas las víctimas invisibles que habían pagado el precio del imperio de Tsubasa e Itsuki.
Las semanas siguientes fueron una mezcla de calma y reconstrucción. La oscuridad que ellos habían sembrado se disipaba poco a poco, dejando espacio para algo nuevo. Una luz frágil, pero real.
Una noche, al salir del despacho donde trabajaba en nuevos proyectos, me detuve frente a un ventanal. La ciudad brillaba con miles de luces. Y pensé en todo lo que había pasado: traiciones, sangre, pérdidas. El imperio había caído.
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Editado: 15.10.2025