Narra Kai
Un año y medio pasó desde nuestra boda. Un año y medio desde que Emily, en medio del banquete, me anunció que íbamos a ser padres. Hoy esa promesa se convirtió en realidad multiplicada por tres: Renji, Freya y Dario. Trillizos. Tres pequeñas tormentas que llegaron al mundo para recordarme que, después de tanta oscuridad, todavía era posible la luz.
La casa nunca volvió a ser silenciosa. El llanto de uno despertaba a los otros dos; los pasos del personal corrían de un lado a otro con biberones, pañales, mantas. Yo mismo, el arquitecto que una vez diseñó mansiones para mafiosos, me encontré diseñando rutinas de sueño, horarios de alimentación y estrategias de supervivencia nocturna. Emily me decía que estaba exagerando, que teníamos suficiente ayuda, que no era necesario que me quedara en casa todo el tiempo. Pero yo no podía evitarlo.
Era como si temiera perderme algo. Cada sonrisa, cada llanto, cada gesto torpe de esas tres vidas nuevas era para mí un tesoro. Me quedaba despierto horas, solo para mirarlos respirar en sus cunas. No importaba que al día siguiente tuviera reuniones o que la constructora necesitara de mi presencia. Nada podía competir con la sensación de cargar a mis hijos entre los brazos.
Emily, sin embargo, me miraba con esa mezcla de ternura y preocupación que solo ella sabe manejar. Una tarde entró a mi oficina. Yo estaba enterrado entre papeles, planos y estados financieros, con la mente dividida entre la familia y la empresa. Ella cerró la puerta detrás de sí y se apoyó contra el marco, con los brazos cruzados.
—Kai —dijo, con ese tono que no admite escapatoria—. Sé que quieres estar presente para cada momento de los niños. Pero no puedes olvidar quién eres fuera de estas paredes.
Levanté la vista. Sus ojos eran claros como siempre, pero había una tormenta detrás.
—No quiero perderme ni un segundo, Emily. Ya perdí demasiado en mi vida.
—Y por no querer perder nada, estás en riesgo de perderlo todo —replicó, acercándose hasta apoyarse en mi escritorio—. La empresa no puede sostenerse sola. Félix hace lo que puede, pero no puede llevar tu carga y la suya al mismo tiempo. Tú no solo eres el CEO. También eres jefe de arquitectos. Llegará un día en que no puedas con todo, y entonces… alguien saldrá herido.
Sus palabras fueron un disparo certero. Me quedé en silencio, jugueteando con la pluma entre los dedos. Sabía que tenía razón. Mi obsesión con estar en casa, con ser padre primerizo al cien por ciento, me estaba cegando. Había una parte de mí que debía volver a la batalla del mundo exterior.
Esa noche, mientras Emily dormía y los niños respiraban en la habitación contigua, me quedé sentado en el estudio. Una copa de whisky en la mano, la ciudad brillando tras la ventana, y yo atrapado entre dos mundos: el calor de la familia y el frío del poder.
Necesitaba ayuda. No podía seguir dividiéndome en dos. Y entonces pensé en alguien que había quedado atrás en mi historia, un fantasma de mis años de universidad: Dante D’Angelo.
Habíamos sido mejores amigos. Dos italianos compartiendo cafés interminables, discusiones sobre arquitectura, noches en vela diseñando proyectos imposibles. Dante era un verdadero genio: ordenado, metódico, con una mente afilada como un bisturí. Su capacidad para analizar datos, memorizar hasta el más mínimo detalle y encontrar soluciones donde otros solo veían caos lo hizo graduarse incluso antes que yo.
Pero el brillo siempre esconde sombras. Dante sufría de insomnio psicofisiológico; noches enteras en vela, escribiendo, estudiando, repasando. Su obsesión por documentar todo lo que veía y aprendía se convirtió en un conflicto: libretas, archivos, notas interminables. Un workaholic en su forma más pura, al punto de desgastarse hasta quedar inconsciente o llegar a tener una hemorragia nasal por sus muy escasa horas de descanso. A veces me preocupaba verlo tambalearse entre la genialidad y la locura.
Cuando me gradué de la universidad para seguir a Tsubasa y entrar en su mundo oscuro, perdimos contacto. Él siguió su camino en Suiza, yo el mío en Japón. Y desde entonces, nunca volvimos a hablar.
Pero ahora… ahora lo necesitaba. Si alguien podía ayudarme a sostener este nuevo imperio que intentaba levantar —más limpio, más justo, más nuestro—, era Dante. Aunque su luz trajera consigo un peligro. Aunque confiar en él significara apostar otra vez contra el destino.
Me levanté despacio, como si cada movimiento pesara toneladas. Tomé el teléfono. Marqué el número que había guardado en mi memoria desde hacía años, esperando el momento adecuado. Mi reflejo en el vidrio de la ventana me devolvió la mirada de un hombre distinto: ya no el hijo atormentado de Tsubasa, ni el muchacho roto por la muerte de su madre. Ahora era padre, esposo, líder. Y estaba a punto de abrir la puerta a un nuevo capítulo.
El tono de llamada sonó una vez, dos, tres. Sentí que el destino contenía la respiración. Cuando escuché la voz al otro lado, la mía salió firme, casi solemne:
—Ciao, Dante D’Angelo?
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Editado: 15.10.2025