Cenizas De Perfección

UN NUEVO COMIENZO EN TIERRAS LEJANAS

La mañana del viaje amaneció gris.

No era una casualidad -nada lo era últimamente-.

El cielo de Nueva York se extendía como una sábana de humo sobre los rascacielos, y el viento arrastraba consigo los últimos pétalos de las flores que quedaban en el jardín frontal de la mansión.

Evangelice estaba frente al espejo de su habitación, esa que parecía más una jaula de cristal que un refugio.

El reflejo mostraba una chica rubia de ojos cafés cansados, el cabello peinado con perfección artificial y un vestido blanco que no había escogido ella.

Una valija de cuero reposaba abierta a sus pies; las manos le temblaban mientras doblaba una blusa.

Evangelice (voz interior):

"Ni siquiera me dejaron elegir qué llevar. Tal vez así es mejor... si no elijo nada, tampoco puedo perderlo."

La puerta se abrió con un suave chirrido. Su madre entró, perfumada, erguida, vestida para una reunión que comenzaría en diez minutos. Ni siquiera la miró al principio.

-Tu vuelo sale a las ocho, Evangelice -dijo con esa voz que mezclaba autoridad y ausencia-. El chofer te llevará al aeropuerto. No quiero escenas.

Evangelice levantó la mirada y respiró hondo.

-¿Y si no quiero ir? -preguntó sin gritar, sin temblar, solo... cansada.

Su madre la observó como si no hubiera entendido la pregunta.

-Ya lo decidimos. Es lo mejor para ti.

-¿Mejor para mí o para tu empresa? -su tono fue bajo, pero el filo de la frase cortó el aire.

-No empieces otra vez -respondió su madre, apretando el bolso con fuerza-. Si quieres demostrar madurez, hazlo comportándote.

Silencio. Solo el tictac del reloj y el sonido del corazón de Evangelice acelerándose.

Cuando su madre salió, la habitación pareció vaciarse del poco oxígeno que tenía.

Ella se acercó al ventanal. Desde allí podía ver la ciudad, los autos, la vida que seguía su curso.

Apoyó la frente en el vidrio frío.

"Quizás todo esto sea una prueba... o quizás simplemente quieren deshacerse de mí sin decirlo."

El avión surcaba los cielos europeos mientras Evangelice miraba por la ventanilla, dejando que el mundo debajo se transformara en un mosaico de luces y sombras. El corazón le latía rápido, no solo por el vértigo del viaje, sino por la mezcla de miedo y anticipación que la consumía.

Italia se desplegaba ante ella como un lienzo lleno de posibilidades y desconocido peligro. Las colinas verdes y los tejados rojizos de la Toscana se extendían hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, los Alpes marcaban una frontera natural, como recordándole que ahora estaba lejos de todo lo conocido, lejos de New York, lejos de sus padres y de todo lo que había controlado su vida hasta ahora.

-Evangelice, ¿estás lista? -preguntó la asistente del internado, una mujer de mediana edad con rostro amable pero firme, mientras guiaba a la joven hacia la salida del avión-. Este lugar es... exigente, pero puede ser un nuevo comienzo.

-Sí -respondió ella, tratando de sonar segura, aunque el miedo la carcomía por dentro-. Listísima.

El autobús que los esperaba en el aeropuerto tenía ventanales amplios que dejaban entrar el paisaje italiano. Evangelice observaba cada detalle: los olivares, los cipreses, los pequeños pueblos que parecían detenidos en el tiempo. Todo era hermoso, pero la ansiedad la mantenía alerta. Sabía que ese internado no era solo un colegio: era una fortaleza, y ella, por primera vez, era una prisionera de su propia libertad.

Al llegar al internado, un enorme edificio de piedra rodeado de jardines perfectamente cuidados y estatuas antiguas, Evangelice sintió un nudo en el estómago. Guardias de seguridad en uniformes impecables los recibieron, y un portero de rostro serio revisó cada documento antes de dejarlos pasar.

-Bienvenida, señorita Evangelice -dijo la directora, una mujer alta y elegante que irradiaba autoridad-. Este será tu nuevo hogar. Aquí aprenderás disciplina, responsabilidad y... a controlarte a ti misma.

Evangelice asintió, su respiración rápida, sus manos apretando la mochila contra su pecho. Mientras subía por las escaleras de mármol, las paredes decoradas con retratos de antiguos alumnos y escudos familiares la hacían sentir como si cada mirada la juzgara.

Fue entonces cuando lo vio por primera vez: Theodore.

Alto, de tez clara, cabello castaño desordenado y ojos verdes que parecían atravesar el alma. Estaba apoyado contra una columna del vestíbulo, observándola con una mezcla de curiosidad y ligera diversión.

-Hola -dijo él, acercándose con paso tranquilo-. Tú debes ser la nueva.

Evangelice frunció el ceño y desvió la mirada. No era el momento de sonrisas ni amabilidades.

-Sí -respondió con frialdad-. Evangelice.

-Theodore -se presentó, inclinando ligeramente la cabeza-. Espero que tu estancia aquí sea... interesante.

Evangelice lo miró, desconfiada, y murmuró:

-No espero nada de nadie.

Él sonrió apenas, como si hubiera escuchado eso muchas veces antes, y simplemente se alejó dejándola con sus pensamientos.

Durante las primeras horas, Evangelice recorrió los pasillos, exploró su habitación y se enfrentó a un mar de reglas: horarios estrictos, uniformes, tareas, entrenamientos físicos y restricciones constantes. Cada detalle le recordaba que estaba lejos de su mundo, lejos de todo lo que conocía y amaba.

Por la noche, mientras se sentaba frente a la ventana de su habitación, la luna iluminaba los jardines del internado. Evangelice apoyó la cabeza en los brazos y susurró para sí misma:

-No puedo seguir así... pero tampoco puedo rendirme.

Mientras la noche se cerraba sobre el internado, Evangelice sintió que algo comenzaba a cambiar dentro de ella. Aquí no era la hija perfecta de una familia de élite; era simplemente ella, y aunque todavía no lo sabía, aquel encuentro con Theodore marcaría el inicio de una conexión que pondría a prueba sus límites, su confianza y su fuerza interior.




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