El reloj marcaba las tres de la madrugada. Afuera, el viento del norte golpeaba las ventanas del internado, haciendo que las ramas de los cipreses rozaran el vidrio con un sonido melancólico. Dentro de su habitación, Evangelice no podía dormir.
El internado dormía.
Solo el viento movía las cortinas del pasillo, trayendo un aroma húmedo a tierra y piedra vieja.
Las lámparas de aceite parpadeaban con una luz tenue, casi dorada.
Evangelice caminaba descalza, en silencio, como si temiera despertar a los fantasmas que habitaban ese lugar. No podía dormir.
Otra vez.
Se apoyó contra una pared de mármol y respiró profundo.
El frío de la piedra le recordó que estaba viva, aunque a veces no lo sintiera.
El cuarto, aunque amplio y perfectamente ordenado, se sentía como una celda disfrazada de lujo. Las cortinas de lino, el escritorio de madera pulida, la lámpara de luz cálida... todo parecía diseñado para aparentar armonía, pero dentro de ella reinaba el caos.
"Esto no es vida...", pensó mientras abrazaba sus rodillas, con los ojos fijos en la pared.
Habían pasado dos semanas desde su llegada al internado y nada había cambiado. Seguía sin sentir pertenencia, sin poder confiar, sin entender por qué su familia la había encerrado allí. Recordaba la última vez que habló con su madre: la discusión, los gritos, el sonido del golpe seco de su mano contra la mesa, y las palabras que aún le quemaban el pecho:
-Eres una vergüenza, Evangelice. Una decepción.
Esas palabras eran más filosas que cualquier cuchilla. Se repetían en su cabeza como un eco constante que no se apagaba.
A la mañana siguiente, todo parecía normal.
Las risas, los uniformes impecables, los horarios marcados.
Pero por dentro, ella no encajaba.
Sus pensamientos eran como cristales rotos, cada uno reflejando una parte distinta de su pasado.
Cada mañana se miraba al espejo intentando reconocerse, pero solo veía una versión más delgada, más cansada, más vacía. Había dejado de escribir, de dibujar, actuar, cantar, incluso de bailar ; todas esas pequeñas cosas que antes le daban calma ahora parecían insignificantes.
En clase, fingía atención, pero su mente se perdía entre los recuerdos: las risas con sus amiga la única de hecho, las caminatas por Nueva York, los cafés que compartía en las tardes frías, los planes de futuro que ahora se sentían tan lejanos.
Y entre esos recuerdos, una sombra más oscura siempre la perseguía: la constante exigencia de sus padres, que nunca la veían suficiente.
-"No puedes fallar, Evangelice. Las fallas no son opción para los Saintclair."
-"Las niñas como tú deben saber comportarse."
-"Eres nuestra imagen, no lo olvides."
Palabras que, con el tiempo, la habían vaciado por dentro.
En el almuerzo, apenas probó bocado.
Livia le preguntó si estaba bien, pero Evangelice solo respondió con un gesto.
No sabía cómo explicar que todo se sentía hueco.
Que la belleza del internado, los paisajes, la música, todo le parecía ajeno.
Como si estuviera observando su vida desde afuera de un cristal.
Esa tarde, durante la clase de Historia del Arte, el profesor le pidió que analizara una pintura del Renacimiento. Evangelice, perdida, no respondió. Theodore, sentado a dos filas, la observó con atención. Ella parecía ausente, como si las voces del aula fueran lejanas.
-¿Evangelice? -preguntó el maestro con cierta molestia-. ¿Qué opinas de la composición de esta obra?
Ella pestañeó, intentando regresar al presente.
-No lo sé, profesor -susurró.
El aula estalló en murmullos. Theodore la miró y sintió una punzada en el pecho. Esa mirada vacía no era arrogancia, era cansancio.
Después de clase, él la alcanzó en el pasillo.
-Oye -dijo con voz suave-. No tenías por qué saber la respuesta, ¿sabes? No pasa nada.
Evangelice lo ignoró, acelerando el paso.
-Evangelice, espera.
-No quiero hablar, Theodore -respondió con un tono cortante-. No necesito tu compasión.
-No es compasión -replicó él, cruzando los brazos-. Es empatía. Hay una gran diferencia.
Ella se detuvo, girándose con una sonrisa amarga.
-¿Empatía? No sabes nada de mí. Ni de lo que es vivir bajo un peso que te ahoga todos los días.
Theodore dio un paso hacia ella, bajando la voz.
-No... no lo sé. Pero me gustaría entenderlo.
Esa frase la desarmó por dentro. No porque confiara en él, sino porque era la primera vez en mucho tiempo que alguien no le exigía nada, solo quería comprender.
Sin embargo, su orgullo la hizo alejarse.
-No necesito que me entiendas -dijo con frialdad, girándose-. Lo que necesito es que todos me dejen en paz.
Y así siguió su vida dentro del internado: una lucha entre la apariencia y el colapso.
Durante el día sonreía, respondía con educación, fingía normalidad. Pero por las noches, en la soledad de su habitación, las lágrimas volvían, junto con los pensamientos que no podía apagar.
Empezó a escribir en secreto, llenando páginas con frases que apenas entendía ella misma. Fragmentos de dolor, confesiones disfrazadas de poesía:
"No sé si estoy viva o solo respiro por inercia.
A veces siento que me disuelvo,
Como un suspiro entre los muros del internado."
A veces, Theodore la veía desde lejos, escribiendo en silencio en los jardines o en la biblioteca. No se acercaba, no la interrumpía. Solo la observaba, sabiendo que había una tormenta dentro de ella.
Cada día, Evangelice se hundía un poco más, pero también -sin saberlo-, Theodore comenzaba a ser la única chispa de calidez en su mundo de sombras.
Esa tarde, subió al ático.
Era un lugar prohibido, pero allí encontraba silencio.
Entre los baúles viejos y los retratos olvidados, podía llorar sin que nadie la escuchara.
Abrió uno de los cajones y encontró una caja de música.