El amanecer entraba con suavidad por las cortinas del dormitorio.
El cielo de Italia amanecía dorado, con nubes que parecían pinceladas sobre un lienzo celeste.
El internado, visto desde la ventana, se extendía como una fortaleza de piedra y jardines interminables.
Pero para Evangelice, seguía siendo una jaula. Una jaula con flores, pero jaula al fin.
Esa mañana se levantó antes que todas.
El suelo helado tocó sus pies y la hizo estremecerse.
Se miró en el espejo: el cabello rubio cayendo en ondas desordenadas, los ojos café con un brillo apagado.
Había belleza en su rostro, pero una belleza rota, como una porcelana reparada con oro.
A veces se preguntaba si la gente veía el oro... o las grietas.
-Debes verte perfecta, siempre perfecta -le había dicho su madre alguna vez, frente a otro espejo, en otro mundo.
Esa frase la perseguía.
Como si el dolor solo fuera válido si se escondía debajo del maquillaje y la sonrisa correcta.
Durante las clases, fingía atención.
Sus cuadernos estaban llenos de palabras escritas al azar:
"cansancio", "huida", "culpa", "mar".
A veces dibujaba puertas, escaleras, manos extendidas que nunca llegaban a tocarse.
Los profesores la elogiaban por su disciplina.
Nadie notaba el temblor de sus manos cuando escribía.
Ni el vacío que se abría dentro de ella cada vez que escuchaba una risa sincera.
Su vida en Nueva York parecía un sueño cada vez más lejano.
Pero en las noches, cuando cerraba los ojos, volvía a escuchar las bocinas, las luces rojas, el grito ahogado de su madre.
Despertaba sudando, con el corazón acelerado, repitiendo el mismo nombre entre sus labios:
-Mamá...
Un día, en la clase de pintura, le pidieron representar "una emoción con color".
Evangelice tomó el pincel y mezcló el azul con el negro, el blanco con el gris.
Sus compañeros pintaban flores, retratos, cielos limpios.
Ella, en cambio, trazó un cuerpo femenino sumergido en agua, los ojos cerrados, el cabello flotando.
Una burbuja dorada ascendía desde sus labios.
-¿Qué representa? -preguntó la maestra, intrigada.
Evangelice pensó en mentir. Pero no pudo.
-La paz... justo antes de rendirse.
La maestra la miró en silencio, con una mezcla de pena y respeto.
No dijo más.
Theodore observó el cuadro desde su lugar.
No se atrevió a comentarlo, pero algo en esa imagen se le quedó grabado.
Esa noche, mientras los demás dormían, Evangelice escribió en su cuaderno:
"No sé quién soy cuando no tengo que fingir.
No sé si estoy viva o solo imito la vida.
Pero sé que siento.
Y sentir duele, aunque sea lo único que me recuerda que existo."
Cerró el cuaderno y apoyó la frente sobre él.
El sonido de las campanas lejanas le pareció un recordatorio: el mundo seguía, con o sin ella.
Al día siguiente, Theodore se le acercó en el pasillo, sosteniendo una flor blanca.
-Vi tu pintura. -dijo.
Ella se tensó.
-No era nada.
-Era algo. No finjas que no.
Ella lo miró, molesta.
-¿Y qué? ¿Vas a decir que entiendes?
-No. Pero puedo escuchar.
Evangelice bajó la mirada.
Había algo en su tono -ni lástima ni curiosidad- que la desarmaba.
Theodore no intentaba arreglarla. Solo se quedaba allí, sin juicio.
-No necesito que me salves -dijo, con voz baja.
-Entonces déjame acompañarte -respondió él-. A veces eso basta.
Ella no respondió.
Pero esa noche, al cerrar los ojos, recordó su voz... y por primera vez en mucho tiempo, el recuerdo no dolió tanto.
El internado seguía siendo igual: silencioso, majestuoso, inquebrantable.
Pero dentro de Evangelice algo se había movido, algo mínimo, imperceptible, como una grieta diminuta en una estatua.
Una grieta que, si alguien la tocaba con ternura, podría florecer.
Sin embargo, ella aún no sabía que toda luz, cuando entra por las grietas, puede también quemar.
AL PASAR UNA SEMANA HUBO UN CAMBIO
Los días se volvían semanas, y el internado que al principio le había parecido una prisión, comenzó a transformarse en un escenario silencioso donde Evangelice empezaba a reconstruirse.
Cada amanecer traía consigo la rutina estricta de clases, práctica y ensayos, pero entre esas paredes antiguas, ella aprendió a respirar diferente.
Ya no era la chica que solo obedecía órdenes o que vivía bajo el eco de un apellido poderoso. En el reflejo del espejo del aula de danza, se veía a sí misma moviéndose con una libertad que jamás se había permitido.
El miedo seguía ahí, en algún rincón de su pecho, pero ahora era una chispa que encendía algo nuevo: determinación.
-Evangelice, ¿puedes repetir el movimiento? -pidió la instructora, con una mezcla de dureza y admiración.
Ella asintió, concentrada. El salón guardó silencio.
Su cuerpo se deslizó por el suelo con precisión y emoción, cada paso cargado de algo más profundo que técnica: una historia que solo ella entendía.
Las miradas se cruzaron. Por primera vez, algunos no vieron a "la hija de los Saintclair", sino a una artista.
Fuera del aula, sin embargo, los demonios no descansaban. Las noches eran largas, llenas de pensamientos que la perseguían:
"¿Qué pensará mamá? ¿Algún día entenderán que solo quería ser libre?"
El eco del castigo y las palabras duras de su padre aún la despertaban de madrugada.
En uno de esos desvelos, encontró refugio en la capilla del internado.
Encendió una vela, su luz temblorosa se reflejó en sus ojos y susurró:
-No quiero seguir viviendo con miedo... si tengo que caer, que sea haciendo lo que amo.
Desde esa noche, Evangelice empezó a cambiar.
En las clases de canto, su voz se volvió más firme; en los pasillos, su postura más segura; en los ensayos, los demás comenzaron a seguir su ritmo.