Cenizas De Perfección

LO QUE INTENTO DECIRTE

Los días en el internado seguían su curso con una calma engañosa.

Los jardines mantenían su orden perfecto, el sonido del piano llenaba los pasillos, y los estudiantes se movían con la elegancia que exigía la institución.

Pero detrás de esa aparente armonía, Theodore observaba en silencio a Evangelice.

Desde la primera vez que la vio en el aula de música, algo lo había intrigado.

No era solo su belleza, sino esa forma de parecer distante de todo, como si habitara en otro tiempo, en otro mundo.

Mientras todos competían por brillar, ella parecía huir de la luz.

La lluvia golpeaba las ventanas del internado con un ritmo constante, casi hipnótico.

El cielo estaba gris, y el viento traía consigo el olor a tierra mojada.

Dentro del salón de lectura, los pocos estudiantes que quedaban se refugiaban entre libros y murmullos.

Evangelice se encontraba en su rincón favorito, junto a la ventana.

El cristal empañado reflejaba su rostro cansado, los ojos cafés hundidos en pensamientos imposibles.

Entre sus manos sostenía un libro abierto, pero hacía minutos que no leía.

Solo observaba cómo las gotas competían por descender más rápido.

Así sentía su vida: una carrera silenciosa hacia un final que no sabía evitar.

Theodore entró en silencio, con los zapatos empapados.

Sacudió su abrigo, pasó entre las mesas y la vio.

Siempre la veía, aunque fingiera no hacerlo.

Había algo en ella que lo atraía como una melodía triste que uno no puede dejar de escuchar.

-¿Puedo sentarme? -preguntó, con su tono sereno.

Evangelice no levantó la vista.

-El lugar está lleno de sillas vacías.

-Lo sé, pero me gusta este rincón.

-Entonces siéntate, no necesito tu permiso.

El comentario sonó frío, pero Theodore se sentó igual.

Durante unos segundos, el silencio se extendió como una cuerda tensa entre ellos.

Solo el golpeteo de la lluvia y el pasar de una página los separaba.

-No parecías disfrutar la clase hoy -dijo él, al fin.

-Tampoco disfruto estar aquí.

-¿Aquí en el internado o aquí... conmigo?

Evangelice lo miró por primera vez, con los ojos entrecerrados.

-¿Qué intentas?

-Nada -respondió-. Tal vez entenderte.

Ella soltó una risa seca.

-No pierdas tu tiempo, Theodore. Hay cosas que no se entienden, solo se soportan.

Él asintió, como si aceptara una verdad que dolía.

-Entonces soportaré estar cerca.

Evangelice guardó silencio.

No entendía por qué, pero esa frase le atravesó el pecho.

No era una promesa vacía. Sonaba... real.

Esa noche, en el dormitorio, mientras las demás chicas dormían, ella escribió en su cuaderno:

> "Hoy volvió a hablarme.

No sé por qué lo hace.

No hay nada que encontrar en mí, solo pedazos.

Pero cuando me mira, parece ver algo que yo no.

Quizás está ciego.

O quizás yo soy la que ya no sabe mirar."

Los días siguientes, Theodore intentó acercarse varias veces más.

La saludaba en el desayuno, le ofrecía ayuda en los ensayos, se sentaba cerca en las clases.

Ella, por costumbre o miedo, lo rechazaba.

-No necesito compañía.

-No es compañía, es conversación.

-Tampoco la quiero.

-Entonces escucha.

Ella fruncía el ceño y se marchaba.

Pero cuando él no estaba, su ausencia le pesaba como un hueco.

Una tarde, lo vio sentado bajo un árbol del jardín, leyendo.

El viento jugaba con su cabello castaño, y los rayos de sol se filtraban entre las hojas.

Por primera vez, Evangelice sintió curiosidad.

No por él... sino por la calma que irradiaba.

¿Cómo podía alguien parecer tan en paz en un lugar que a ella le pesaba tanto?

Se acercó sin pensarlo.

-¿Qué lees? -preguntó, sorprendida de su propia voz.

Theodore levantó la vista, sonrió apenas.

-"El retrato de Dorian Gray".

-¿Te gusta?

-Sí. Aunque a veces pienso que todos tenemos un retrato escondido.

-¿Y el tuyo? -preguntó ella.

-El mío aún no está completo.

-El mío está roto -dijo ella sin dudar.

Theodore guardó silencio. No la interrumpió.

Solo cerró el libro, y con voz suave respondió:

-A veces lo roto es lo único real que tenemos.

Evangelice se levantó sin decir más, pero esa noche, por primera vez en mucho tiempo, no tuvo pesadillas.

Soñó con el jardín, con el viento, y con una voz que le decía: "Aún puedes sanar, aunque no quieras."

Una noche, mientras todos dormían, él la encontró en el patio, sentada sobre el mármol helado mirando el cielo.

No se atrevió a acercarse demasiado.

-¿Puedo sentarme? -preguntó con suavidad.

Evangelice dudó, pero no dijo que no.

El silencio entre ellos fue largo, casi incómodo.

-¿Por qué te empeñas tanto? -preguntó de pronto.

Theodore la miró, pensativo.

-Porque te veo luchar cada día. Y sé lo que es sentirse solo incluso rodeado de gente.

-No sabes nada de mí.

-Quizá no, pero me gustaría saberlo -respondió con honestidad.

Ella bajó la mirada, sin responder.

El aire nocturno olía a tierra húmeda y a tormenta.

Y por primera vez, algo en su interior se movió: una grieta leve, una apertura mínima hacia ese chico que no se rendía.

Cuando el reloj del campanario marcó la medianoche, Evangelice se levantó sin decir palabra.

-No pierdas tu tiempo, Theodore. Hay personas que simplemente no se pueden salvar.

Y se marchó dejando tras de sí solo el eco de sus pasos y el aroma tenue de las flores del jardín.

-No necesitas fingir que te importa -le dijo ella

Theodore frunció el ceño, sorprendido.

-No finjo. Solo pensé que podrías necesitar compañía.

-No necesito compañía -replicó sin levantar la voz-. Lo que necesito no puedes dármelo.

Theodore la vio alejarse, sabiendo que su historia con ella recién comenzaba...




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