El invierno en Italia era distinto.
El aire tenía ese aroma a tierra húmeda y pino, y aunque el frío calaba los huesos, Evangelice no lo sentía tanto como el vacío que llevaba dentro.
El internado, con sus paredes de piedra y techos altos, parecía un castillo antiguo atrapado en el tiempo.
Desde su ventana, veía el lago helado reflejando la luz gris del cielo.
Ese lugar, silencioso y elegante, debía inspirar paz... pero a ella solo le recordaba lo sola que estaba.
Una mañana, mientras caminaba por los jardines con su abrigo gris y bufanda blanca, se encontró con Theodore.
El tiempo entre ellos empezó a cambiar.
Ya no eran dos desconocidos que se evitaban, sino dos almas que se encontraban en los márgenes del silencio.
Ella hablaba poco, pero lo suficiente para que él entendiera su lenguaje: miradas cortas, frases interrumpidas, gestos que decían más que las palabras.
Él estaba sentado en una banca, dibujando algo en un cuaderno.
La curiosidad la detuvo. No era común verlo concentrado en algo más que en los estudios o sus amigos.
-¿Qué haces? -preguntó, con el tono distante que siempre usaba para protegerse.
Theodore levantó la mirada y sonrió.
-Intento atrapar la luz.
-¿La luz? -repitió ella, arqueando una ceja.
-Sí. Siempre se va antes de que pueda dibujarla completa.
-No puedes atrapar la luz -respondió ella-, se escapa... como todo lo bonito.
Theodore cerró el cuaderno, sin perder la sonrisa.
-Tal vez, pero si la dibujas, se queda un poco más.
Esa frase quedó suspendida entre ellos.
Evangelice sintió un nudo en la garganta y se sentó a su lado, sin saber por qué.
No hablaban. Solo miraban el lago.
El silencio, por primera vez, no era incómodo.
Era tibio.
-¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Theodore, rompiendo la quietud.
-Depende.
-¿De qué?
-De si estoy dispuesta a contestar.
Él rió suavemente.
-Aun así la haré. ¿Por qué te alejas de todos?
Evangelice no respondió de inmediato.
El viento movió un mechón de su cabello rubio, y por un instante pareció una estatua viva: hermosa, pero hecha de hielo.
-Porque la gente se va -susurró.
-¿Y si alguien no se va?
-Entonces lo perdería igual.
Theodore la miró con una tristeza contenida.
-No planeo irme.
Evangelice lo miró, incrédula.
-No digas eso. No sabes lo que dices.
-Lo sé -insistió-. Me quedaría.
Hubo un silencio largo.
Ella se levantó, queriendo huir de esa conversación que la quemaba.
Pero él se levantó también, y sin tocarla, le dijo:
-No tienes que correr. No voy a pedirte nada. Solo quiero estar cerca, aunque sea como sombra.
Esa noche, Evangelice volvió a escribir:
"Hoy entendí algo.
Hay personas que llegan sin ruido, sin promesas.
Y aún así... su presencia grita más fuerte que cualquier palabra."
Los días pasaron, y la rutina cambió.
Ella empezó a desayunar en la misma mesa que él.
A veces hablaban, a veces solo compartían silencio.
En las tardes, caminaban por los jardines o estudiaban en la biblioteca.
Ella le contaba pequeños fragmentos de su pasado, con voz temblorosa, y él la escuchaba sin interrumpir.
-¿Te arrepientes de algo? -le preguntó una vez.
-De haber intentado ser quien mis padres querían.
-¿Y quién quieres ser tú?
-Aún no lo sé -respondió ella, bajando la mirada-. Pero quiero descubrirlo sin miedo.
Theodore sonrió, y en ese momento, Evangelice sintió una chispa cálida en el pecho.
Algo que hacía mucho no sentía: esperanza.
Una tarde, al caer la nieve, él le ofreció su bufanda.
Ella la rechazó al principio, pero él insistió.
-No quiero que te enfermes.
-Y yo no quiero deberte nada.
-Entonces considéralo un préstamo.
Ella lo miró, y por primera vez, sonrió.
Una sonrisa verdadera. Pequeña, pero sincera.
Él la observó como si esa sonrisa fuera un amanecer después de un invierno eterno.
Esa noche, antes de dormir, Evangelice no pudo evitar escribir otra vez:
"Theodore.
No entiendo qué haces en mi vida.
No sé si eres un error o un milagro.
Pero por primera vez...
No tengo miedo de descubrirlo."
Y por primera vez en años, Evangelice se durmió con una sonrisa.
Los días siguientes fueron distintos.
Comenzaron a hablar más, a compartir paseos por los pasillos antiguos, a estudiar juntos.
Theodore la hacía reír con facilidad, y ella se permitía -por primera vez en años- no pensar en todo lo que había perdido.
Pero la calma nunca duraba mucho en su vida.
Una noche, al regresar de la biblioteca, encontró una carta en su escritorio.
El sello era inconfundible: la insignia de su familia.
La leyó con manos temblorosas.
"Recuerda quién eres y a quién perteneces. No olvides por qué estás ahí."
El frío la atravesó. La voz de su padre resonó en su cabeza, las amenazas, las discusiones, los gritos... todo volvió con violencia.
Esa noche, Theodore la buscó en el patio.
Ella estaba encogida, con la mirada perdida en la fuente congelada.
-Evangelice... ¿qué pasa?
-Nada -susurró, conteniendo el llanto.
-No me mientas, te conozco ya -insistió él, arrodillándose frente a ella.
Pero ella lo apartó con brusquedad.
-¡No sabes nada! ¡Tú no entiendes lo que es vivir con miedo!
El eco de su voz rebotó en los muros del internado.
Theodore la miró en silencio, sin moverse, hasta que ella se quebró por completo.
-Me van a sacar de aquí... no quiero volver, no quiero...
-No vas a volver -dijo él, tomándole las manos-. Te lo prometo, no estás sola.
Pero Evangelice ya no lo escuchaba.
Sus lágrimas caían sin freno, su cuerpo temblaba.
Esa noche, la antigua herida volvió a abrirse, más profunda que nunca.