El invierno comenzaba a retirarse del internado, dejando el aire menos pesado.
Las mañanas ya no eran tan grises, y las flores tímidas de los jardines asomaban entre la escarchados.
Afuera, todo parecía despertar; dentro de Evangelice, en cambio, la primavera tardaba en llegar.
Los días posteriores al incidente habían sido un vaivén de emociones.Había prometido seguir las recomendaciones de la enfermera: comer, dormir, tomar las medicinas sin resistirse.
Y aunque a veces le costaba, lo intentaba.
Intentaba ser fuerte.
Theodore la visitaba cada mañana, con una taza de té en mano y esa sonrisa que, por un momento, hacía que el mundo dejara de doler.
No hablaba mucho; solo se sentaba junto a ella, esperando a que fuera Evangelice quien rompiera el silencio.
A veces lo hacía.
Otras veces, solo lo miraba y le agradecía en silencio.
-¿Te sientes mejor hoy? -preguntó él una mañana, mientras ella hojeaba un libro de teatro clásico.
-No lo sé. Hay días buenos... y días que no lo son tanto.
-Eso está bien -respondió, sonriendo-. Significa que hay más de un tipo de día.
-¿Y eso qué cambia?
-Que mientras existan los "buenos", los otros no ganan -dijo con suavidad.
Evangelice bajó la mirada, jugando con la esquina del libro.
-Hablas como si todo fuera tan simple.-No es simple, pero vale la pena -respondió Theodore, sin apartar la vista de ella.
Por un momento, algo cálido le recorrió el pecho.
Era la primera vez que alguien no le pedía que fuera feliz, sino solo que siguiera existiendo.
Y eso, de alguna forma, se sintió como un alivio.
En las tardes, Evangelice empezó a salir más.
Se sentaba en el jardín, cerca del estanque del internado, observando el reflejo del agua.
A veces escribía, otras dibujaba.
Theodore se acercaba de vez en cuando, sin interrumpir.
Solo le dejaba una manzana, o una flor arrancada del camino, con una pequeña nota:
"Por si hoy cuesta sonreír."
Aun así, las sombras no la dejaban del todo.
Había noches en las que despertaba agitada, empapada en sudor.
En sueños veía el rostro de su madre, las voces frías, las órdenes, las expectativas imposibles.
Despertaba con la sensación de estar de nuevo encerrada, de no tener escapatoria.En una de esas noches, mientras el viento golpeaba las ventanas, bajó al pasillo y encontró a Theodore leyendo junto a una lámpara
tenue.
-No puedes dormir -dijo él, sin levantar la vista.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque yo tampoco puedo.
Ella se sentó frente a él.
No dijeron nada durante varios minutos.
Solo el sonido de la lluvia llenaba el espacio.
-Theo -murmuró Evangelice-, ¿alguna vez te has sentido...
vacío?
Él dejó el libro a un lado.
-Más veces de las que me gustaría admitir.
-¿Y cómo lo soportas?
-Recordando que incluso los vacíos pueden llenarse con algo nuevo -respondió, mirándola con ternura.
Los rumores en el internado comenzaron a correr.
Decían que Theodore y Evangelice estaban juntos, que él era el motivo de su cambio.
Ella lo escuchaba en los pasillos, pero no decía nada.
Por primera vez, no le importaba lo que dijeran.
Había encontrado un rincón del mundo donde no tenía que fingir ser perfecta.
Una tarde, mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas, él se acercó a ella con un cuaderno.
-Te traje algo.
-¿Qué es?
-Un guion. Escribí una pequeña obra, pensé que podrías ayudarme a representarla.
Ella tomó el cuaderno con curiosidad.
-¿Actuar?
-Sí. Tal vez podría ayudarte a recordar quién eras antes de todo esto.
Evangelice lo miró sorprendida.
Hacía tanto que no escuchaba su nombre y la palabra actuar en la
misma frase.
En ese instante, algo dentro de ella se encendió.
No una llama completa, pero sí una chispa.El sol entraba tímidamente por las ventanas del internado, iluminando los pasillos de piedra con un resplandor dorado.
Evangelice estaba sentada en el jardín, leyendo un libro que apenas
lograba concentrarla.
El viento movía sus mechones rubios, y por un momento, se sintió ligeramente libre de sus pensamientos oscuros.
Theodore apareció con dos tazas de chocolate caliente.
-Te traje esto -dijo, ofreciéndole una-. No quiero que digas nada, solo bébelo.
Ella lo miró con desconfianza, pero finalmente aceptó una taza.
-Gracias... -susurró, con un hilo de voz que parecía más
vulnerable que cualquier palabra que hubiera dicho antes.
-No tienes que sonreír si no quieres -le dijo Theodore-. Solo quiero que estés aquí, y que al menos, por un momento, sientas algo de paz.
Evangelice cerró los ojos, inhalando el aroma del chocolate y la frescura del jardín.Por primera vez en semanas, no sintió el peso del pasado aplastando
su pecho.
Mientras bebía, un recuerdo vino a su mente: su infancia en Nueva York, cuando bailaba sola en su habitación, dejando que la música llenara cada rincón de su corazón.
-Siempre quise algo así... -susurró-. Pero nunca pude.
Theodore se sentó a su lado, sin invadir su espacio, y dijo con
suavidad:
-Puedes empezar de nuevo aquí. No tienes que cargar con todo lo que te hicieron allá.
Ella lo miró, y por primera vez, sus ojos cafés brillaron con un atisbo de esperanza.
-No sé si puedo... -admitió-. Mi pasado me persigue.
-Entonces déjame ser tu sombra -dijo él-. No para protegerte de
todo, sino para recordarte que no estás sola.
Evangelice lo observó, luchando entre el miedo y la necesidad de
confiar.
-No quiero depender de ti -dijo, apartándose levemente.-No es dependencia -respondió Theodore-. Es apoyo. Y tú
mereces eso.
-¿Sabes? -dijo ella, finalmente-. Hoy me siento un poquito...
menos rota.
Theodore sonrió, y sin decir nada más, la tomó de la mano.