El tiempo en el internado había comenzado a moverse de forma distinta.
Los días eran más cálidos, pero Evangelice sentía el aire pesado, como si la calma que la rodeaba no le perteneciera del todo.
Theodore seguía ahí, cada mañana, cada tarde, con esa paciencia que parecía infinita.
Y sin embargo, algo dentro de ella empezaba a quebrarse de nuevo.
No fue un momento concreto.
Fue una acumulación de pequeñas cosas:
Una mirada que evitó, un temblor en las manos, una noche sin dormir.
Y el miedo, siempre el miedo, escondido detrás de cada intento de estar bien.
El internado estaba sumido en un silencio invernal, roto solo por el crujir de la nieve bajo los pasos de los estudiantes.
Evangelice caminaba por los pasillos con la bufanda enrollada alrededor del cuello, los pensamientos revueltos y los hombros tensos.
-Te noto distante -dijo Theodore una tarde, mientras caminaban por el jardín.
Evangelice siguió mirando al frente, sin responder.
-No pasa nada -murmuró.
-Claro que pasa. Ya no hablas, ya no ensayas... apenas me miras.
-Solo estoy cansada.
Theodore se detuvo.
-Evangelice, te conozco lo suficiente para saber que no es solo cansancio.
Ella sintió un nudo en la garganta.
Era verdad.
Pero decirlo en voz alta era como volver a abrir una herida que nunca terminó de cerrar.
-A veces tengo miedo -susurró.
-¿De mí?
-No... -dijo bajito, negando con la cabeza-. De que me veas rota y te alejes.
Theodore se quedó en silencio.
Luego dio un paso hacia ella, con los ojos llenos de ternura.
-Si supieras cuántas veces quise romperme contigo... -dijo en voz baja- no volverías a tener miedo de eso.
Los días siguientes fueron una mezcla extraña de ternura y tensión.
Evangelice lo buscaba y lo evitaba al mismo tiempo.
Había momentos en que se sentía segura a su lado, y otros en que su sola presencia le recordaba lo que perdió: el control, la calma, la inocencia.
Una tarde, durante el ensayo de la obra, una escena la desbordó.
La línea del guion hablaba de un personaje que pedía ayuda, pero nadie lo escuchaba.
Su voz tembló.
Sintió las manos frías, la respiración corta.
Todo a su alrededor se volvió borroso.
-Evangelice -susurró Theodore, acercándose-. Ey, mírame.
Respira conmigo.
Pero no podía.
El aire no entraba.
Solo escuchaba las voces de su madre, su padre, las discusiones, los gritos, el "no eres suficiente" que aún le retumbaba en la mente. Salió corriendo.
Pasó la noche en vela, mirando el techo
El recuerdo del ataque la atormentaba.
Sentía vergüenza.
Rabia.
Y sobre todo, culpa.
Cuando Theodore la buscó al día siguiente, ella no lo dejó entrar.
-No puedo verte -dijo, desde el otro lado de la puerta.
-Solo quiero hablar.
-No entiendes, Theo. No quiero que me veas así.
-Entonces déjame verte de cualquier forma. No necesito que estés bien para quedarme.
Hubo silencio.
Y luego, algo dentro de Evangelice se quebró.
-¿Por qué no te rindes? -preguntó con voz rota-. Todos lo hacen al final.
-Porque tú no eres "todos", y yo tampoco quiero serlo.
Esa noche, cuando finalmente abrió la puerta, él estaba sentado en el suelo, esperándola.
Tenía la chaqueta sobre los hombros y los ojos cansados, pero no se movió al verla.
Evangelice se arrodilló frente a él, temblando.
-No sé cómo seguir -dijo-. Intento estar bien, pero es como si algo dentro de mí me arrastrara siempre hacia abajo.
Theodore le tomó las manos.
-Entonces déjame sostenerte cuando caigas. No puedo salvarte, pero puedo quedarme contigo mientras lo intentas.
Ella lo miró, con lágrimas en los ojos.
Por primera vez, no dijo nada.
Solo lo abrazó.
El silencio los envolvió.
Era un silencio diferente: no el que separa, sino el que promete quedarse incluso cuando las palabras fallan.
Pero mientras el corazón de Evangelice comenzaba a abrirse, la ansiedad acechaba más fuerte.
Las pesadillas se intensificaron.
El pasado regresaba con más fuerza que nunca: la presión, los gritos, la soledad de su infancia, las manos que la alejaron de todo lo que era humano.
Y aunque Theodore la sostenía, había noches en que su mente la arrastraba a lugares donde él no podía alcanzarla.
A lugares donde el amor no bastaba.
Porque amar a alguien roto es sostener un cristal con las manos desnudas:
Inevitablemente, terminas sangrando también.
Y Theodore, sin saberlo, estaba a punto de hacerlo.
Theodore la esperaba en la biblioteca, inclinado sobre un libro.
Cuando la vio, levantó la mirada y sonrió.
-Te estaba buscando -dijo-. Ven, sentémonos.
Ella dudó un instante, pero finalmente aceptó.
Se sentaron frente a frente, y aunque no intercambiaron palabras al principio, la proximidad era un consuelo silencioso.
-¿Quieres hablar de algo? -preguntó él finalmente.
-No... -respondió Evangelice, apartando la mirada.
Theodore suspiró, no con frustración, sino con paciencia.
-Está bien. Solo quiero que sepas que puedes contar conmigo, aunque no hables.
Ella sintió una chispa de calidez, pero pronto esa chispa de calidez, pero pronto esa chispa se transformó en ansiedad.
Los recuerdos llegaron como un vendaval:
Flashback :
Sus padres gritándole que debía ser perfecta, que la empresa familiar era su obligación y no un deseo propio.
La presión era insoportable, y Evangelice sintió que el suelo bajo ella se resquebrajaba.
Sin poder evitarlo, se levantó de golpe.
-¡No puedo! -exclamó, la voz quebrada-. No quiero... no puedo hablar de esto.
Theodore se levantó también, con cuidado de no acercarse demasiado.
-Evangelice... no tienes que luchar sola.
-¡Sí, sí tengo! -gritó ella, con rabia contenida-. ¡Siempre he