Cenizas De Perfección

CAÍDA SILENCIOSA

Las semanas siguientes fueron un espejismo.

Evangelice sonreía, hablaba con los demás, incluso bromeaba durante los ensayos.

Pero Theodore notaba los vacíos entre sus palabras.

Esa sonrisa que no llegaba a los ojos.

Esa forma en la que evitaba cualquier gesto demasiado afectuoso, como si el cariño le quemara la piel.

Por dentro, ella estaba cayendo otra vez.

Una noche, Evangelice se quedó sola en su habitación, mirando las paredes blancas del internado.

Todo estaba en silencio, pero su cabeza era un torbellino.

Las voces del pasado regresaron, una tras otra.

Las órdenes, los gritos, las exigencias imposibles.

-"Nunca serás suficiente."

-"Si fallas, nos avergüenzas a todos."

-"Tienes que obedecer."

Se llevó las manos al pecho, tratando de callarlas.
No podía respirar.
El cuerpo le temblaba.

Las lágrimas caían sin aviso.

Sentía que estaba volviendo al mismo lugar oscuro del que tanto le costó salir.

Esa noche no durmió.

Tampoco comió.

Solo se quedó allí, mirando su reflejo en el espejo, repitiéndose mentalmente que debía controlar todo... que no podía mostrar debilidad.

Pero la debilidad ya estaba ganando.

Theodore lo notó al día siguiente.

-No viniste al desayuno -dijo con tono suave, intentando no sonar preocupado.

-No tenía hambre.

-Tampoco fuiste a clases.

-No me siento bien, ¿de acuerdo? -respondió, con la voz temblorosa pero cargada de enojo.

Theodore dio un paso hacia ella, pero Evangelice retrocedió.

-No me toques -susurró.

-Evangelice... solo quiero ayudarte.

-¡No necesito tu ayuda! -gritó de pronto-. ¡No necesito que me salves!

El silencio que siguió fue tan pesado que ambos sintieron el aire quebrarse.

Ella lo miró con rabia, pero en sus ojos solo había miedo.

Y culpa.

Theodore tragó saliva.

-Nunca quise salvarte -dijo con calma-. Solo quería acompañarte.

Evangelice bajó la mirada.

Sabía que lo estaba alejando.

Sabía que lo que decía no era justo, pero no podía detenerlo.

Era como si una parte de ella necesitara destruir todo lo bueno antes de que alguien más lo hiciera.

Los días siguientes fueron un caos.

Volvió a aislarse.

Dejó de asistir a clases, a los ensayos, incluso a las comidas.

Comenzó a tener ataques de pánico con más frecuencia.

La ansiedad la devoraba.

Intentó esconderlo, pero el temblor de sus manos la delataba.

Cada noche, se repetía que mañana sería distinto.

Pero el mañana nunca llegaba.

Una tarde, Theodore la encontró sentada en el suelo del pasillo, temblando, con la mirada perdida.

-Evangelice -susurró, arrodillándose frente a ella-, mírame. Respira, por favor.

Ella negó con la cabeza, jadeando.

-No puedo... no puedo...

-Sí puedes -dijo él, tomando sus manos-. Estoy aquí, ¿me oyes? Estoy aquí.

Evangelice rompió en llanto.

-No quiero sentirme así, Theo. No quiero seguir rompiendo todo lo que toco.

-Entonces déjame ayudarte a recoger los pedazos.

Pero ella no lo escuchó.

En su mente, ya había una voz más fuerte.

Una que le decía que no merecía amor, ni paz, ni segundas oportunidades.

Las semanas se volvieron grises.

Theodore comenzó a preocuparse más de lo que admitía.

Evangelice ya no era la misma.

Había dejado de maquillarse, de arreglar su cabello, de reír.

Sus ojos se habían vuelto vacíos, como si el brillo que antes tenía se hubiera apagado.

Una noche, mientras todos dormían, salió al jardín.

La luna iluminaba su piel pálida.

Caminó descalza por el pasto húmedo, sintiendo el frío atravesarle los huesos.

Miró al cielo y susurró:

-¿Por qué no puedo simplemente ser feliz?

Theodore la vio desde una ventana del dormitorio masculino.

Bajó sin pensarlo.

Cuando llegó a ella, Evangelice apenas reaccionó.

Él la cubrió con su chaqueta.

-Te vas a enfermar.

-Ya lo estoy -dijo con una sonrisa triste.

Theodore quiso decir algo, pero no encontró palabras.

Solo la abrazó.

Ella se quedó quieta unos segundos, y luego, por fin, se permitió llorar contra su pecho.

Esa fue la primera noche que Evangelice admitió que necesitaba ayuda.

Pero también fue el inicio de una etapa más oscura.

Porque cuando tocas el fondo, crees que ya no puedes caer más...

Hasta que el pasado te jala de nuevo y descubres que siempre hay un poco más de oscuridad esperando.

Y Evangelice estaba a punto de descubrirlo.

El sol apenas se asomaba entre las nubes del amanecer italiano, y el internado parecía un mundo congelado en silencio.

Evangelice caminaba por los pasillos con los hombros caídos, evitando cualquier contacto visual.

El corazón le latía con fuerza, pero no de emoción: de ansiedad, miedo y un cansancio que ya no podía ignorar.

Theodore la seguía a distancia, sin presionarla. Sabía que cada paso hacia ella era delicado, pero también sabía que cada retroceso suyo era doloroso.

-Evangelice -la llamó suavemente, acercándose-.

Ella giró, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos.

-Hola... -susurró-.

-¿Estás bien? -preguntó él, preocupado.

-Sí... estoy bien -mintió, girando para alejarse.

En la soledad de su dormitorio, Evangelice dejó caer la mochila al suelo y se sentó en la cama.

Los recuerdos comenzaron a invadirla:

La presión se acumuló como una ola, y Evangelice sintió que no podía respirar.

Abrió el cajón y sacó su cuaderno, garabateando palabras sin sentido, gritando con lápiz lo que no podía decir en voz alta:

"No quiero depender de nadie... no quiero amar... no quiero que me salven. Todo me duele. Todo me traiciona. Todo termina rompiéndose."

Theodore llamó a la puerta con suavidad.

-Evangelice... ¿puedo entrar?




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