Cenizas De Perfección

DESTELLOS Y SOMBRAS

El sol caía suavemente sobre los jardines del internado, haciendo brillar los charcos de la reciente lluvia.

Evangelice caminaba con pasos lentos, sintiendo el frío en sus mejillas, pero algo en el aire la hacía respirar un poco más tranquila.

Theodore apareció desde el sendero de los árboles, sonriendo.

-¿Quieres que caminemos juntos? -preguntó, con la suavidad que siempre parecía calmarla.

Ella dudó, pero finalmente asintió.

El contacto físico aún le provocaba ansiedad, pero algo en su corazón quería acercarse.

-Hoy parece que Italia está de nuestro lado -dijo él, señalando los rayos de sol que se filtraban entre las nubes.

Evangelice esbozó una pequeña sonrisa, la primera genuina en días.

-Sí... hoy parece... menos gris -murmuró, evitando mirarlo directamente.

Mientras caminaban, un recuerdo invadió su mente:

Pero esta vez, la memoria no la derrumbó. Solo le recordó cuánto había sufrido, y cuánto necesitaba cambiar su presente.

Theodore, notando su silencio, le tomó la mano.

-No tienes que hablar si no quieres -dijo-. Solo quiero que sepas que estoy aquí.

Evangelice cerró los ojos, respirando hondo, permitiéndose sentir la calidez de su mano.

-Gracias... -susurró-. Solo un poco de paz... eso es suficiente por hoy.

Momentos de esperanza:

Theodore la ayudó a organizar sus días, y pequeños logros como terminar tareas o caminar por los jardines se convirtieron en victorias.

Se rió por primera vez de algo que él dijo, un sonido que se sentía extraño pero liberador.

Sus ojos cafés recuperaron un poco de brillo, aunque el miedo aún acechaba detrás de ellos.

Pero justo cuando pensaba que podía confiar, otro recuerdo doloroso la alcanzó

-Evangelice... -dijo Theodore-. Está bien sentir miedo, está bien dudar.

Ella lo miró, y la mezcla de gratitud y ansiedad la hizo retroceder:

-No quiero que me veas así... -susurró-. No quiero que me lastimes.

-Nunca lo haré -respondió él, con una convicción que parecía capaz de atravesar sus miedos-. Pero tampoco puedo quedarme al margen mientras te destruyes sola.

Esa noche, antes de dormir, Evangelice escribió en su diario:

"Hoy sentí que podía respirar sin que todo el pasado me aplastara.

Sentí que alguien podía quedarse conmigo sin esperar nada a cambio.

Pero la sombra de mis traiciones y pérdidas sigue ahí... siempre acechando.

¿Podré alguna vez confiar completamente? ¿Podré alguna vez dejar que la felicidad dure más de un instante?"

El invierno comenzaba a retirarse, dejando un aire fresco y húmedo que traía consigo el olor del amanecer.

Desde la ventana de su habitación, Evangelice observaba los rayos del sol filtrarse entre las cortinas, bañando la habitación con un brillo dorado que hacía que, por primera vez en meses, se sintiera viva.

Después del intento fallido, algo dentro de ella había cambiado.

Ya no lloraba todo el tiempo.

Ya no gritaba por dentro.

Solo respiraba, despacio, intentando convencerse de que la vida todavía podía ser más que un peso.

Theodore era el único que lograba hacerla sonreír.

Sus bromas torpes, las caminatas por los jardines, los silencios compartidos... poco a poco iban reconstruyendo los fragmentos de su alma.

A veces, al verlo, el pecho de Evangelice se llenaba de algo parecido a la calma.

O tal vez era esperanza.

No lo sabía con certeza, pero le gustaba cómo sonaba su nombre cuando él lo pronunciaba.

-Evangelice -dijo Theodore una tarde, mientras caminaban junto al lago del internado-. Hay momentos en los que pareces tan lejos...

Ella sonrió con tristeza.

-Porque aún no sé dónde estoy.

Theodore se detuvo, la miró a los ojos y con suavidad le tomó la mano.

-No importa dónde estés. Puedo esperarte.

Esa frase la quebró por dentro.

Nadie había dicho jamás que la esperaría.

Siempre la habían dejado atrás.

Y, por primera vez, Evangelice quiso creer.

Durante las semanas siguientes, los días fueron más amables.

Empezó a escribir de nuevo, a pintar en las clases de arte.

Los profesores notaron la diferencia.

Incluso la enfermera del internado le sonreía cuando la veía comer.

Theodore la acompañaba a todas partes.

No la presionaba, no le exigía hablar.

Solo estaba ahí, en silencio, como si su sola presencia fuera suficiente para mantenerla a salvo.

Pero la calma, para Evangelice, siempre fue un espejismo.

Una ilusión que se desmoronaba apenas intentaba tocarla.

Una tarde, al salir del aula de literatura, escuchó una conversación que heló su sangre.

Eran dos chicas de su clase, riendo a media voz.

-¿Supiste? Theodore y Claire estuvieron toda la noche juntos.

-Sí, lo vi cuando salí al pasillo. Se notaba que había algo más que amistad...

Evangelice se quedó quieta, el corazón latiéndole tan fuerte que apenas podía respirar.

Sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies.

No era tanto lo que había escuchado, sino lo que recordó.

El pasado la golpeó como una ola fría: su madre riendo en el jardín con otro hombre, su padre fingiendo no ver.

Las mentiras, las apariencias, el amor traicionado.

"Todo se repite", pensó, con un vacío helado recorriéndole el cuerpo.

Esa noche no bajó a cenar.

Theodore tocó su puerta varias veces, pero ella no respondió.

Solo se quedó sentada en el suelo, abrazándose las rodillas, temblando.

Las voces en su mente regresaron, más fuertes que nunca.

"Nadie se queda."

"Todos mienten."

"Eres un error que nadie puede amar."

Sus uñas se hundieron en la piel de sus brazos, intentando acallar el ruido interno.

El aire se volvió denso, la habitación demasiado pequeña.

Entonces, Theodore entró.

Traía una taza de té y una expresión de preocupación genuina.




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