Cenizas De Perfección

ACERCAMIENTO Y ERROR

El internado estaba envuelto en una calma casi irreal, con el sol de la mañana iluminando las hojas húmedas del jardín.

Evangelice caminaba junto a Theodore, sintiendo la calidez de su mano rozando la suya. Cada paso era un pequeño acto de valentía.

-Me alegra que estés aquí -dijo ella, intentando mirar sus ojos verdes, aunque el miedo la mantenía a medias.

-Siempre estaré -respondió él con suavidad-. No tienes que decir nada, solo deja que esté contigo.

Ella suspiró, sintiendo un instante de paz que hacía mucho no experimentaba.

-Es... raro -admitió, con una pequeña sonrisa-. Me siento... segura.

Theodore sonrió, y el brillo de sus ojos le dio un impulso de confianza.

Se sentaron en un banco, y por primera vez en semanas, Evangelice apoyó su cabeza en su hombro, permitiéndose sentir consuelo.

El recuerdo golpeó su mente, y el miedo se mezcló con la esperanza: ¿y si confiar en alguien otra vez solo traía dolor?

Theodore notó el cambio en su respiración.

-Evangelice... ¿quieres hablar de eso?

-No... -murmuró-. Es solo... todo lo que pasó. No quiero arruinar este momento.

-No lo arruinas -dijo él-. Estoy aquí, incluso cuando los recuerdos duelen.

Ella cerró los ojos, intentando absorber esas palabras. Por un instante, su corazón se sintió ligero, y creyó que podía dejar atrás su dolor.

Pero la ansiedad estaba al acecho.

-No puedo -susurró ella, levantándose de golpe-. No quiero depender de ti, no quiero que nadie sufra por mí.

Theodore la miró, herido pero comprensivo.

-Evangelice... -dijo con calma-. No estoy aquí para sufrir por ti. Estoy aquí porque te quiero.

-No entiendes -gritó ella, las lágrimas cayendo-. Todo lo que toco se rompe, todo termina mal.

Antes de que él pudiera reaccionar, Evangelice salió corriendo, dejando atrás la sensación de calidez que recién había sentido.

Caminó sola por los senderos húmedos, abrazando su propio cuerpo mientras la ansiedad se volvía un nudo en su pecho.

Esa noche, en su dormitorio, escribió en su diario:

"Hoy estuve cerca de sentirme... normal.
Por unos minutos, creí que podía confiar, que alguien podía quedarse conmigo sin miedo ni dolor.
Pero luego llegó el miedo, y lo arruiné todo otra vez.
¿Por qué no puedo simplemente ser feliz?
¿Por qué el pasado me sigue persiguiendo, incluso aquí, incluso ahora?"

El capítulo cerró con Theodore mirando desde su ventana hacia el jardín, preocupado y determinado.

Sabía que Evangelice estaba atrapada en su propio abismo, y que cualquier paso en falso podría llevarla más cerca de un colapso emocional que él temía no poder detener.

El sol de la tarde entraba tímidamente por los ventanales del internado, dibujando sombras largas sobre el suelo de madera pulida.
Evangelice estaba sentada junto a Theodore en el banco del jardín, con la brisa jugando entre su cabello rubio.
Era uno de esos momentos que ella había soñado en secreto: estar con alguien que la entendiera, alguien que no la juzgara por los fantasmas que la perseguían desde la infancia.

-No tienes que sonreír todo el tiempo -dijo Theodore suavemente, mientras le pasaba la mano por la espalda-. Está bien mostrarte como eres, con todo lo que llevas dentro.

Evangelice respiró hondo, intentando calmar el torbellino que sentía en el pecho.
-A veces siento que si muestro lo que realmente soy... desapareces -susurró, bajando la mirada.

Él negó con la cabeza, acercándose un poco más.
-Nunca. No me iré. Nunca te dejaré sola.

Por un momento, todo pareció tranquilo.
Se tomaron de las manos, compartieron sonrisas que parecían verdaderas.
Era como si el mundo se hubiera detenido, como si la oscuridad que la rodeaba desde siempre se hubiera diluido un instante.

Pero el pasado no espera.

Esa noche, Evangelice no podía dormir.
El recuerdo de sus padres y de las reprimendas, se mezclaba con la risa distante de Theodore y la calidez de su mano.
Quiso aferrarse a esa sensación de seguridad, pero la ansiedad comenzó a apoderarse de ella.

"¿Y si todo esto termina? ¿Y si vuelvo a perderlo todo?", pensaba mientras su respiración se aceleraba.

Se levantó de la cama con pasos vacilantes y comenzó a escribir frenéticamente en un cuaderno: nombres, fechas, emociones, pequeños pedazos de su alma que necesitaban salir.
Pero escribir no bastaba.

Tomó las pastillas que le habían recetado para calmar la ansiedad, pero esta vez no se conformó con la dosis habitual.
Su mente nublada le decía que si desaparecía por completo, al menos no sentiría el dolor de perder a quienes amaba.

Justo cuando estaba a punto de caer en la desesperación total, Theodore entró en la habitación, habiendo sentido que algo estaba mal.

-Evangelice... ¿qué estás haciendo? -su voz era firme pero cargada de preocupación.

Ella levantó la mirada, los ojos hinchados y brillantes de lágrimas:
-Déjame... déjame terminar -susurró entre sollozos-. No puedes ayudarme... nadie puede.

Theodore dio un paso hacia ella, intentando tomar su mano, pero ella se apartó:
-¡No me toques! -gritó, su voz temblando de miedo y frustración-. No entiendes... no entiendes nada de lo que siento.

-¡Sí entiendo! -respondió él, con voz cargada de urgencia-. Por eso estoy aquí. Por eso no me voy.

Ella lo miró con furia y desesperación, pero la fuerza de Theodore y su mirada inquebrantable finalmente la hicieron detenerse.
Él la abrazó con cuidado, como si su contacto pudiera impedir que el mundo la aplastara de nuevo.

-No voy a dejar que te lastimes -dijo, acariciando su cabello-. No hoy, ni mañana.

Evangelice cerró los ojos, sintiendo cómo el pánico empezaba a ceder un poco, aunque no del todo.
El calor de Theodore, su paciencia, la obligaban a volver a la realidad, pero en lo profundo sabía que aquel pequeño respiro no duraría.
Que su sombra interior seguía acechando, lista para arrastrarla de nuevo al abismo.




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