La noche había caído sobre el internado, y la lluvia golpeaba los ventanales como un recordatorio de todo lo que no podía controlar.
Evangelice permanecía en su habitación, sentada en el borde de la cama, abrazando sus rodillas, con los ojos fijos en el suelo.
El silencio era absoluto, pero dentro de ella se libraba un huracán que nadie más podía ver.
Sus pensamientos giraban sin cesar:
"Nunca voy a encajar... nadie me quiere... todo lo que siento está mal..."
El insomnio la había consumido durante días. Cada minuto de vigilia hacía que los recuerdos dolorosos de su infancia, de sus padres ausente se intensificaban.
Su respiración era corta, rápida, casi imposible de controlar.
El reloj marcaba las dos de la madrugada. El internado estaba sumido en un silencio inquietante; solo se oían los crujidos de la madera vieja y el viento que golpeaba suavemente los ventanales.
Evangelice estaba en su habitación, sentada en el borde de la cama, temblando. Las manos le sudaban, su respiración era entrecortada. El pecho le dolía como si tuviera un puño invisible apretándolo.
-Evangelice... -la voz de Theodore se escuchó desde la puerta, suave pero firme-. Estoy aquí... por favor, dime que estás bien.
Ella no respondió, solo se encogió más, como si pudiera desaparecer en sí misma.
-No puedo... no puedo más... -murmuró con voz quebrada.
Las imágenes del pasado le venían una tras otra: su madre gritando, las traiciones de sus amigas, el aislamiento. Todo se amontonaba en su cabeza como una avalancha.
El aire parecía faltarle, y su corazón latía con fuerza, tan rápido que pensó que iba a explotar.
Se levantó con dificultad y fue hacia su escritorio. En uno de los cajones guardaba un frasco de pastillas para "la ansiedad", que en realidad tomaba en dosis controladas. Pero esa noche, con la desesperación clavada en el cuerpo, las manos le temblaron mientras destapaba el frasco.
-Solo... quiero dejar de sentir... -susurró, las lágrimas resbalándole por las mejillas.
Metió varias pastillas en la mano. Sus dedos se cerraron en un puño. Cerró los ojos y las llevó a su boca.
En ese instante, Theodore volvió a golpeó la puerta.
-Evangelice... ¿estás despierta? -la voz de Theodore era suave, pero con un tinte de preocupación.
Ella no respondió. Las pastillas ya estaban en su boca, y con un sorbo de agua intentó tragarlas.
Theodore, al no obtener respuesta, giró la perilla. La puerta estaba cerrada con llave.
-¡Evangelice, abre! -gritó ahora, con desesperación-. ¡Por favor!
Theodore comenzó a golpear la puerta con fuerza, una y otra vez, hasta que finalmente logró romper la cerradura. La puerta se abrió de golpe, revelando a Evangelice en el suelo, con el frasco de pastillas esparcido.
-¡No, no, no... Evangelice! -exclamó, arrodillándose a su lado.
Pero Evangelice apenas podía articular palabra.
Su cuerpo estaba débil, su mente nublada.
-¿Por qué... me salvas? -preguntó con un hilo de voz-. Siempre terminan dejando todo atrás...
Theodore la sostuvo con fuerza, sus ojos verdes reflejaban desesperación y ternura:
-Porque tú no eres como ellos. Porque mereces vivir... porque yo no me iré jamás.
La enfermera llegó rápidamente y la trasladaron a la enfermería.
Evangelice apenas podía abrir los ojos; la ansiedad, la culpa y la sensación de fracaso la habían llevado al límite físico y emocional.
Mientras la sedaban para estabilizarla, Theodore permaneció a su lado, aferrado a su mano.
-No te voy a perder -dijo entre dientes-. No hoy, ni nunca.
En su mente, Evangelice sentía que el mundo se desmoronaba otra vez, pero en algún lugar, un débil hilo de esperanza persistía.
El amor de Theodore era lo único que parecía sostenerla sobre el abismo.
Sin embargo, sabía que la caída no había terminado.
Que la oscuridad estaba acechando, lista para consumirla por completo.
Y que, aunque en ese momento respirara, cada momento de calma era solo una tregua antes de la tormenta final.
Sin perder tiempo, le sujetó la cara con las manos.
-Mírame, mírame, respira conmigo... ¡respira!
Ella apenas podía mantener los ojos abiertos.
-Lo siento... -murmuró con un hilo de voz-. Yo... no quería...
-Aguanta, por favor. No me hagas esto -decía una y otra vez, la voz quebrándose.
En segundos que parecieron horas, llegaron otros dos enfermeros del internado y comenzaron a asistirla.
Theodore no se apartó ni un segundo. Le tomó la mano, se la apretó con fuerza, mientras lágrimas corrían por su rostro.
-No te voy a dejar. No ahora. No así.
Evangelice lo miró con ojos vidriosos antes de perder la conciencia.
-No... me dejes... -susurró apenas, y luego su cuerpo se aflojó.
Theodore tragó saliva, temblando, viendo cómo los enfermeros la colocaban en una camilla improvisada.
En su cabeza retumbaba una sola frase: "Llegué a tiempo... pero ¿hasta cuándo?"
Theodore sentado al lado de la camilla en la enfermería del internado, sosteniendo su mano y observando su rostro pálido, con el corazón partido y una determinación creciente de no dejar que ella se destruyera sola.